POR TODA LA ETERNIDAD
Decidió aquella noche de plenilunio trasponer los muros de la mansión vetusta donde se había refugiado por tantos años. A la intemperie se desplazó feliz como con pies alados disfrutando de la novedad del paisaje.
Una ráfaga de viento frío lo empujo hasta la orilla del río. Fue ahí donde la vio, ¡alma acongojada!, lloraba inconsolable acunando entre sus brazos una frazada que aparentaba ser un niño. Se aproximó a la mujer cuyo llanto era por demás lastimero y quien de vez en vez gritaba con tono lúgubre: —¡Aaaaaaaay, mis hijos!
—Decidme señora, ¿Cuál es su pena? —Preguntó el recién llegado acercándose aún más a la lúgubre mujer vestida de blanco quien no dejaba de sollozar.
— ¡He ahogado a mis hijos en el río en un arranque de locura!
— ¿Qué te llevó a ese acto criminal? —Quiso saber el caballero de tez blanquecina.
—Para vengarme de un caballero como usted, quien traicionó mi amor —Contestó la aludida con voz de ultratumba.
Era tan grande la pena de aquella mujer, que el fluido etérico que animaba al caballero resplandeció por unos segundos… Ven, le dijo, tal vez en mi refugio encuentres la paz.
Entonces los ectoplasmas de ambos se fundieron en uno solo y a partir de ese momento dejó de escucharse el llanto lastimero y fúnebre, motivo de terror entre los lugareños. Con el transcurrir de los días en los alrededores de la vieja mansión empezaron a brotar toda clase de flores. Luego en noches de luna llena se escuchaba el llanto de un niño y el canturreo amoroso de una mujer.
Pero el amor, veleidoso y traicionero como muchas veces suele ser, ocasiona tragedias en cualquier plano existencial, demostrándose así que la condición humana de cada cual, es fiel compañera aun en los infinitos caminos de la muerte.
Cuentan que algunos años después, también en una noche de plenilunio, se escuchó desde la orilla del rio un grito macabro que salía de una boca desdentada de mujer, quien sostenía en cada una de sus huesudas manos a un niño a quienes estaba ahogando entre las gélidas aguas de la corriente al momento que emitía aquel aullido lúgubre… —¡Aaaaaaaay, mis hijos!
Mientras tanto, a muchas leguas de distancia algunos pobladores trasnochados afirmaban haber visto a un hombre vestido a la usanza de los caballeros de la Colonia, desplazarse lleno de felicidad sin rumbo fijo, como arrastrado por el viento sin que sus pies tocaran tierra. La fantasmagórica figura iba dejando tras de sí, el sonido de su chocarrera risa.
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De la serie “Lo mismo, pero de otra forma”
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