Te mire a traves de mis gafas. Mias que hiciste tuyas. A esos ojos llenos de sol que eran claros, marrones miel pero claros. Y profundos. Miré también tu pelo enredado entre arena y mis dedos. Que te acariciaban queriendo quererte. Que recorrian buscando tus ideas. Intentando entender donde era, el lugar justo, donde se confundían. Donde la historia chocaba en oleadas contra la playa. Y por playa que se entienda mi boca rozando tu espalda. La base de tu cuello y la curva de tus hombros. El erizamiento de tu piel. Como si fuese una noche de invierno esa tarde de verano. Y tu susurro. Tu susurro tan mentiroso que me decía basta. Pero un basta de por favor no te detengas. Que en entrelineas supe respirabas agitada. Mi mano ahora recorriendo tu cuerpo. La parte errónea de tu cuerpo. La que te hacía confundir. La que gritaba no me gusta, cuando sabías que sí. La que te hacía cerrar los ojos, apretar a puñados cada centímetro cuadrado de arena y llevarlo a tu vientre. Para esconderte. Para decirme en argentino que en tu tatuaje de nacida no se notaba el paso de mi mano. Que el temblor es de mentira. Y es que tu cuerpo no olvida. Recuerda todavía lo que tu cabeza no entiende. Cuando eran tus dedos y no los míos, los que recorrían. Los que te acariciaban. Los que te aceleraban. Y como no entender. Esa guerra en tu cabeza. Cuando giraste tu cara, cuando tus labios y los míos casi se besaron. Casi porque cerraste los ojos. Luchando, queriendo sentirme. De nuevo, como nunca. Y te ganó la historia. La historia en un suspiro de derrota. De saber que habíamos perdido. Los dos. Vos y yo. Ese día en Europa. Porque no fuimos los que eramos, fuimos los que somos. Ahora. Hoy. Dos extraños que abrieron un paréntesis en el mundo. Y nos escondimos ahí, lejos de todos, tan a la vista, esperando que a la burbuja le dieran las ocho. Al explotar recupere mis gafas, que ahora me recuerdan a tus ojos. Y recupere también mi sonrisa. Que ahora me recuerda a vos.