Los últimos rayos del sol iluminan una extravagante y lóbrega pieza. Sus paredes bastante azotadas por el tiempo y el trotar inclemente de los años.
Erwin Segundo Malpelo, cabeza inclinada sobre un cuaderno de hojas amarillas y líneas negras, va llenándolo con palabras de dudosa caligrafía, no obstante la puntera de oro de su lapicera de un rojo púrpura, se deslizase con propiedad, aunque con cierta ansia dominada, mientras trata de aferrar y fijar algunos hechos y recuerdos de su casi larga vida.
Lo acompaña Miel, su gata rojiza y sorda que acompasadamente ronronea en una vieja silla. Algunos grillos comienzan a musicalizar las rendijas de las paredes, un tanto en anticipo. Quizás sean cantos de amor.
Los primeros años de casado, va diciendo su escritura, fueron intensamente apasionados: los besos interminables, el placer de sus pieles fundidas en sus virginidades iniciales, puro fuego y ardor, risas, ternura, apetito, carnalidad, voluptuosidades, posturas, sublimes indecencias. Cuerpos que se agotan en la muerte diáfana del gozo posesivo y tirano. Hogueras interminables que se apagan para volverse a encender con mayor potencia y vigor.
Dos cuerpos y una sola soledad, en el placer de una juventud explosiva.
Fueron pasando los años, y el vuelo del águila y la carrera del leopardo fueron dejando el lugar al paso lento y pesado del elefante.
Se fue la poesía, llegó la prosa y, finalmente la amarga tristeza del desprecio recíproco, del odio definitivo.
Erwin recordaba con hiriente nostalgia el cuerpo grácil, sensual, provocante, delicioso de esos primeros años. Mujer de belleza total, delgada, ágil, lineamentos finos y perfectos. Amor arrollador, envidia total de sus conocidos y de los desconocidos que la contemplaban y deseaban, inútilmente.
En los tiempos de la prosa y el olvido, erwin siempre mantuvo su cuerpo esbelto, delgado, seco, nervudo, e intacto su sátiro deseo sexual que debió canalizar y vehicular hacia un harem de prostitutas jóvenes. Nunca más volvió a conocer el amor ni la pasión; sólo el placer potente, siempre comprado, y la tristeza sucesiva, siguieron siendo sus compañeros de ruta carnal.
En cambio Nora, en sus últimos años –murió sofocada con un trozo de pernil de chancho particularmente mal masticado-, cambio cuerpo y carácter, tanto de no dejar huellas de su antigua y esplendorosa belleza, como de su quemante ardor sensual. Engordó a desmesura, el imperceptible bozo se fue transformando en un bigote con todas las de la ley y, caso raro en las mujeres, le salieron pelos, no excesivos, pero evidentes de las narices, que para su marido eran cerdas, sin más rodeos. Sus manos, como diría un hidalgo, eran más aptas a salar perniles de chancho que seda en el placer de antaño.
Sobretodo odiaba visceralmente a Erwin, que lo acusaba de impotente, porque él se alejó de tal envergadura como si a su lado hubiese un erizo, que pulverizaba el mínimo brinco testosterónico.
Nora insultaba de continuo a su indiferente marido y antiguo fogoso amante. Me repugnas -le decía-, mientras lo odiaba y despreciaba rabiosamente.
Los días de ambos eran un infierno. Sobretodo padecía Erwin de ese constante parlotear, quejarse, lamentarse, gritar, gruñir, insultar, y comer rumorosamente, con eructos finales y sonadas de nariz estrepitosas. Esto durante el día, todo intervalado, siempre menos de rado de algún sonoro y seco pedo, en cualquier circunstancia y lugar de la casa.
Sin embargo era durante la noche cuando el temporal explotaba en pleno.
Erwin había aguzado de tal modo su oído y nariz, a tales sonoridades que conocía sus variadas escalas, tonos y semitonos, como también la relación estrecha con la dieta del día anterior.
Era un tormento de insomnio el concierto de ventosidades que atormentaba al marido, que llegó a planificar eliminarla, concibiendo planes muy disparatados, que la muerte de ella interrumpieron.
Algunos pedos indecentes y cochinos, particularmente hediondos lo hacían maldecir a Satanás. Algunos largos, interminables, de una sola nota aguda que terminaba de improviso en un sonido breve y trunco, como el corte de una espada sobre una cuerda tensa, solo que seguía una especie de aplauso pequeñito y sordo de los cachetes del culo.
Otros pedos eran húmedos, acuosos, intervalados por cuetazos como de petardos. Pedos rabiosos, rencorosos, expulsados para hacer daño, otros cansados, solitarios. Una huracanada orquesta de pedos multiformes. Suspiros y lamentos del alma orgánica. Un infierno para Erwin Segundo.
El día que cayó muerta, Erwin supo que la había amado más que cualquier otra cosa en este mundo. Casi lo destruye la piedad y el horror.
P.S.
Escrito humorístico recordando, no parafraseando, las cartas cochinas de Joyce. |