LA PESTAÑA DE PLATA
Las gemelas eran solitarias. Jamás se aventuraban más allá del comedor, en aquél descomunal domicilio que vecinos creían lúgubre. Tal vez por las gárgolas, por las figuras religiosas que parecían dar bienvenida a un santuario maldito, tal vez por aquél jardín de petunias deprimidas y el cerco de ligustros descuidado. En ocasiones inusuales sus organismos deteriorados solicitaban a sus mentes aire puro, entonces las veteranas se atrevían a salir al balcón y encender un rubio que con terquedad mancillaba las necesidades de sus cuerpos. Cuando lo hacían, la ciudad envenenada las distraía de su rutina masoquista, la autocritica cesaba y las remembranzas de cinco décadas dejaban de aflorar por un instante mundano, no más arrepentimiento soterrado, no más lágrimas inútiles. Porque ninguno de esos recuerdos servía más que para alimentar una angustia sin sentido aparente, la autolesión involuntaria, astuta, reaccionaba ante la abstención social. Reitero, las hermanas eran solitarias.
Sólo un joven las veía ni con considerable asiduidad y ni siquiera su parentesco sanguíneo era del todo confiable. Se llamaba Marcos. Lo único que se sabía era que provenía de una rama remota del árbol genealógico, hijo de una hermana de un primo segundo. Tenía como costumbre llegar los miércoles durante el crepúsculo, cargado de comida que supuestamente su madre preparaba y enviaba. Esas casi obligadas visitas se caracterizaban por el buen semblante del chico, quizá forzado por moralidad, ante los delirios de sus tías. También por esa especie de juego macabro que se practicaba, ya que las mujeres eran demasiado iguales y resultaba muy dificultoso distinguirlas. Incluso compartían gustos por lo estético. Al menos cuando Marcos llegaba, ambas lucían tan iguales que el muchacho se divertía –o fingía divertirse- intentando descubrir quién era Marta y quien era Julia. Si erraba o acertaba, nunca se sabía. Era imposible penetrar en esos cerebros inviolables e incapaces de revelar pensamientos a palabra clara. Solamente se les podía sonsacar recuerdos y anécdotas, espesas y exageradas que suponían una deliciosa combinación entre Baudelaire y Goethe.
Pero se tiene total certeza de que no existen dos seres humanos exactamente idénticos. Y así era; la vida de las hermanas flotaba en el misterio absoluto, pero un tímido rumor se había escabullido como un susurro, audaz, a través de las bocas de la ralea. Si, estuvieron mucho tiempo separadas y sus intereses varias veces convergieron. La madre de Marcos le había relatado, con detalles de seguro muy adornados por el popular enredo del folclore, que habían rivalizado por un hombre. Se decía que la apariencia de este satisfacía a cualquier deseo femenino. Supuestamente Julia lo había ganado y gozó de su compañía hasta su sorpresivo deceso hacía tal vez un lustro, pero las hermanas nacieron con un don particular. Se trataba de una capacidad de despistar visualmente al prójimo, turnándose para aparecer en horas elegidas, y Marta hizo provecho de él; por lo que el pobre se llevó a la tumba la interrogante de si en realidad había poseído a la que en corazón le atraía.
No desglosaré sus vidas, no es preciso. Lo que en verdad nos importa es la manía que tenían las locas de escribir y escribir y escribir en sus respectivos diarios. Les habían obsequiado hasta la misma caligrafía de geniales pliegues. Sólo los contenidos eran distintos y puede que hubiese sido lo único que las diferenciara.
En vano era tratar de traerlas de su perpetua expedición por las cenizas de la juventud. Se detenían únicamente cuando sus espíritus exigían alguna vital necesidad innegable para la anatomía. Allí Marcos se entrometía con esperanzas débiles y cuestiones que ellas ignoraban como por inercia. Comían, debatían sobre algún asunto y retornaban a sus planetas. Con creciente alarma el chico contemplaba como las veteranas se sumergían en sus pequeños libros forrados con cuerina de azul marino.
Marcos perseveró hasta cuando no pudo. Comenzó a incomodarse bajo la atmósfera truculenta que las paredes parecían emanar, aquellos hongos gestándose en los vértices, una humedad que invadía hostil la pintura ya blanquecina. Se ensuciaba con polvo palmas y yemas al acariciar los muebles antiguos, que abundaban, mientras que el bronce de las reliquias desfallecía. Ni hablar del hedor, producto de la falta de luz solar. Si bien la heladera se veía atiborrada cada mitad de semana, Marcos cayó en la cuenta de que no tendría el tiempo para asear lo suficiente y su deber como pariente piadoso le exigía una solución al dilema para evitar que las gemelas perdieran algo más que la razón.
La criada había servido a familias de alta alcurnia desde que tenía memoria. Apenas superaba el metro y medio de altura y su figura rechoncha sin emoción facial, además de su cabello atado con una prolongada trenza medieval, sus lentes circulares y su intenso olor a tabaco que despedía como si quisiera agradar, no le daban un aspecto del todo encantador. Su experiencia y cercanía con la familia hacia que mereciera confianza. La residencia era tan enorme y tan poco explorada estaba, que Marcos no creyó necesario solicitar a las hermanas permiso para darle techo. Cuando se asentó, la casa relució y aunque ellas no le prestaban oído mas de lo normal, el problema parecía resuelto.
-Viene mi hermano del interior, ¿Podrá quedarse unos días? -le pedía la criada a Marcos, en tono más bien, respetuoso.
-Naturalmente. Pero trate de que mis tías no lo vean.
Aquella jornada hiemal las poderosas energías de la residencia de súbito se desestabilizaron manifestándose en crujidos y chirridos de bisagra herrumbrada, cuyo eco se expandió al unísono. Ocurrió mucho antes de que Ojeda levantara su mano para golpear la puerta de cedro carcomida. Era como si ese parlamento de secretos aún vigente confabulara y se entusiasmara ante el arribo de Ojeda; no hacía falta ser erudito para notar la tensión, ni vidente para advertir porvenires.
La criada recibió a su hermano con moderado júbilo y eso no causó gran impresión en Marcos, aunque este no supo que interpretó en el momento. El sujeto era fornido y su rostro no parecía estar habituado a sonreír. Su mirada, fulminante; esos ojos pardos erizaban piel si se fijaban. Esa mirada poco corriente leía constantemente, ni el tétrico entorno podría desviar la férrea atención. Durante la silenciosa merienda la criada le enseñó unas fotografías al muchacho que mostraban a un robusto Ojeda en la flor de la vida; pero aquellas pupilas endemoniadas permanecían endebles y sus rasgos faciales no se arqueaban, su mirada imperturbable generaba una sensación de pánico interno que hacia acordar a un asesino agazapado, aguardando por el impulso bestial que lo define, siempre alerta, en su rol de analista minucioso y manipulador de climas.
Se podía deducir instantáneamente que el pasado del huésped estaba manchado por la violencia, pero Marcos fue cegado por su propia candidez y diplomacia. Además de sus gestos robóticos y su mirada helada, uno de los distintivos inolvidables de Ojeda, era su pestaña plateada. Era más grande que sus compañeras del ojo izquierdo. Más allá de que el enigmático redondeaba la edad de cincuenta años -aunque nunca se constató su edad verdadera- las canas todavía se ausentaban y eso lo hacía atractivo. Tampoco se podía considerar aquella pestaña de plata como una cana. La inteligente se erigía entre sus pares con exuberante belleza, de ahí que no podía ser ignorada y a su vez era indicio concluyente de rareza, maligna variedad, como un rastro de enfermedad, la cicatriz de un karma, la ruina de un sentimiento destructivo.
No procuró ocultarse. Las veteranas lo descubrieron una mañana de agosto y lo persiguieron celosamente por todo el recinto. Apenas lo vieron, sus ojos exhibieron un destello de lujuria y por un instante fuera del espacio-tiempo se sintieron como la primera vez que escudriñaron a su anterior enamorado, motivo de su rivalidad; una potente atracción física y admiración por lo viril. Por otra parte, ellas, que contaban con cuarenta y siete años, se habían conservado bajo su recelo. La hermosura se centraba más bien en sus longevas curvaturas, en sus ojos oliváceos que siempre mostraban entero diámetro, en las miradas que tornaban seductoras para cazar.
Las hermanas salieron por fin de su letargo y mientras sus preciados diarios reposaban en la mesada, acechaban a Ojeda con espionaje infantil. Pero este reprimía ideologías que con costumbre su personalidad lo inducía a imponer. Al inicio Julia y Marta actuaron como en equipo, deseando solo el goce; Ojeda no se rebeló y mantuvo relaciones sexuales con ambas, al mismo tiempo o por separado, en momentos al azar u ordenados por el antojo. Allí el sujeto empezó a desarrollar por infinita vez su seria enfermedad; la pasión compulsiva y animal, el abrazo al presente. Las gemelas pensaban que su hombre había regresado de entre los muertos y cuando sus mentes acabaron de retroceder veinte años, la disputa se puso en marcha. Julia y Marta al fin eran distinguibles y de pronto fue asombroso notarlo. Sin embargo, los intereses de Ojeda se centraban en una de ellas.
Obvio fue que Ojeda creara leyes. La intención efímera de Marcos por intervenir iba de la mano con el resto de la familia que no atravesaría el margen. Igual, ellas en su despertar detenían la nobleza del sobrino y este razonó que se encontraban al menos mejor que antes. Pero Ojeda tomaba el control milésima a milésima. En uno de sus epítetos se definió así mismo como una persona estudiosa de la sociedad y experto en el fabuloso lenguaje de miradas. Era una persona que amaba, pero su egoístas asociaciones le provocaban una inmensa angustia; lo desbordaba de ira no poder corresponder, no ser siempre el mejor para sus escogidos, lo enfurecía carecer del carisma que la colectividad requería para una correcta desenvoltura. Por lo que el dilema radicaba en ella; la sociedad, abusadora de libertades, una víctima universal en la cual saciaría con sabrosa violencia su sed de perfección.
Estaba enfermo, pero no sufría, hacia sufrir a otros. Su existencia había constado de pérdidas de toda especie y además de niño lo creían dotado. Sus talentos se disolvieron en un océano de miedos y rencores que lo condujeron a la venganza, la trampa, el oprobio; cuando le gustó el gusto del triunfo cobarde, plasmó su intelecto para el mal. Y lo consiguió. Su cerebro ardía en ambición y en su crisis no podía, por ejemplo, admitir el progreso de la humanidad; creía que la evolución de la cultura había desarrollado sus pautas de conducta y por tanto, el hombre primitivo era el más sabio. Nostalgia brotaba de los olores que percibía, con tanto fervor que bien podría haber sido enólogo. En sus primeros ataques de violencia por despecho, una de sus pestañas se decoloró y creció más que sus colegas; a pesar de nunca haber llegado al crimen, si bien con negligencia lo hubiese perpetrado, la suciedad inhumana ya lo había domado y su cuerpo lo reflejó. No era ni malo ni bueno, era pasional en extremo.
Cayendo en las garras de la magia como en un trance de mesmerismo, comenzó a enamorarse de Julia al parecerle menos sarcástica que la envidiosa Marta. Ésta se dio cuenta de que su par volvería a vencerla e intensificó sus ofensas, en vano. Pronto Ojeda dejo de satisfacerla por las noches, lo que acabó por enloquecerla; su mente sólo pudo evocar un complot.
Después de algunos calendarios botados, Julia se sintió agobiada. Ojeda ejerció un control exhaustivo sobre su persona, hasta el punto del enfado sin razón, perdía la compostura por nimiedades. Historias y desengaños amorosos del pasado, que claro eran comunes, se transformaron en delitos y una desconfianza sin fundamento empezó a quemarlo al no aceptar reconocer lo que cualquiera reconocería. Por fortuna todavía ignoraba la existencia de los diarios, que ya eran menos atendidos que antes, aunque a veces si se veían complacidos. En este punto entra la perversa hermana.
La promiscuidad del pretérito de Julia solo era conocido por Marta y un grupo de hombres que ya lo habían olvidado o bien desalojado de sus recuerdos. Las historias infames estaban archivadas en su diario personal. Si Ojeda lo leyera, si tan solo sospechara, sus temores infundados tocarían suelo.
-¿Conocés a Julia, no? -lo abordó un día, Marta.
-Claro que sí. Estoy enamorado de ella. Y ya dejá de joder.
-No sé si sabés... las cositas que se mandaba antes.
Dicha oración, arrojada al aire con ingenio, bastó para que Ojeda saliera de su parsimonia y profundizara su persecución. Un corto viaje del amor a la posesión. Empezó a injuriarla sutilmente, siguiéndola de un lado al otro, con preguntas y preguntas, con aquella presión inocua. Sucedió una noche, que Julia sintió una presencia a sus espaldas y al girarse vio a Ojeda, contemplándola, con su pescuezo apenas torcido, como queriendo mirarla en diagonal y su párpado izquierdo temblando, enrulando su formidable pestaña con su voluminosa ceja de veterano. Sus ojos ahora si estaban desmesuradamente saltones y sus intentos por hablar se veían impedidos por la sequedad morbosa de sus labios. Forzó la voz pero no le salió nítida, más bien sonó rauca, tétrica, como si le hubieran privado de espetar palabra por largo tiempo.
-¿Qué cositas hacías antes? -farfulló.
Julia cerró la puerta fugazmente y rompió a llorar.
Como le ocurre a toda persona inestable, el rechazo solo reafirmo la vigilia. Ahora Ojeda revolvía cajones y muebles; examinaba objetos y similares. Cualquiera ya lo hubiese echado y apartado, pero ni siquiera la criada ni el propio Marcos osaban irrumpir, aquella actitud amenazante camuflada con sonrisas y favores falsos manipulaban la realidad. Solamente Marta podía generar alguna influencia.
La cólera de Ojeda se hizo ostensible en la convivencia. Rompía cosas, murmuraba en idiomas imaginarios, a veces se escuchaba algún alarido de golpe proveniente de quien sabe que dormitorio. No conseguía vivir en su cerebro, no conseguía mantenerse a flote en la heterogeneidad de posibilidades, peores o mejores, el porcentaje de miedo oscilaba pero en si era lo único importante; porque a su mitad, ególatra y ducha por excelencia, le sobraba capacidad para sentir y muy molesta era cualquier oscuridad que combatiera con el recto régimen. Así que el miedo lo asfixiaba y era incapaz de gozar, incapaz de permitir la bofetada del raciocinio, incapaz de aceptar, incapaz de asimilar que era nada más y nada menos que otro ser humano. A todo esto su pestaña brillaba cada vez más.
Pasó entonces; en una de esas inspecciones nerviosas, halló los diarios. Hojeó ambos. Pero lo que leyó en uno, fue la gota que rebalsó en vaso. Los grilletes de su rabia fueron abiertos.
Apenas salió del comedor, dominado por la ira, se cruzó con una de las hermanas; y sin emitir frase terminó con su vida de una manera que no describiré. Furia descargada, sangre que se heló en un chispazo, brutalidad libre y volátil, goce por fin; goce, pero el otro goce.
A Ojeda no se le volvió a ver. Quizá la carga le resultó demasiado pesada y decidió imitar el destino de la pobre gemela. Lo cierto es que la criada descubrió a la occisa; pronto el revuelo reinó. Marcos, abrumado, antes de reconocer el cuerpo buscó a la otra hermana pero la encontró en estado de shock, confundida y aterrada, tembleque abrazada a sus piernas. Imposible fue averiguar quién de las dos era. El juego se repetía. Si antes de la llegada de Ojeda había estado sumergida en un mundo incomprensible, imagínense en aquél instante; toda concepción de la realidad se había entreverado como café y azúcar.
-Tía... ¿Julia o Marta? -interrogó el chico, entrecortadamente.
Presto oído en vano. La mujer se limitó a regalarle una mirada alicaída y a pesar de despegar sus labios morados, sus cuerdas vocales no funcionaron.
La criada -que se sentía muy culpable- aseguraba que la muerta era Julia, pero no se tenía seguridad. Su rostro había sido desfigurado y su sensibilidad sólo le permitió echar un rápido vistazo a la escena. Fue justo ahí cuando el muchacho divisó los diarios. Estaban como Ojeda los había dejado, uno abierto y el otro cerrado. La curiosidad venció. Marcos atinó a mirar el abierto y allí se enteró; entre la última página y la cara interna de la solapa, estaba la pestaña gris, más centelleante que nunca, elegante, rodeando la prolija rúbrica de Marta. Era el diario de Marta el que el asesino había leído. ¿Había adivinado él complot de la perversa hermana? ¿O quizá, en un enterrado y puro impulso, su exiguo porcentaje de razón se había apiadado de los actos de Julia, tomando reprimendas contra Marta? El encargado de resolver este caso debe tener en cuenta que el inconsciente humano es quién gobierna. Le deseo suerte.
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