DUDA FILIAL

(A petición de parte)


Eduardito Fujigato se ocultaba de su abuelita. No lo hacía por temor, era simplemente para no pasar otra vez un mal rato. El chamaco sabía muy bien que la mujer a esas horas estaría frente al ordenador que la tenía casi loca ¿o lo ha estado siempre? No estaba seguro de eso, pero de lo que sí tenía seguridad era que cada día empeoraba más, ¡Ahora la anciana decrepita creía ver y oler al diablo en la pantalla del ordenador!

¡Vieja loca! El chiquillo se estremeció y trató de encontrar desde su escasa edad alguna explicación a esos últimos desvaríos de su abuela. Ver y oler al demonio en la pantalla de la compu no es normal, se decía el desafortunado nieto, que por azar o desde los genes le había tocado una abuela chalada. El que puede estar en todas partes es Dios y si él está en la pantalla, entonces… Satanás no puede estar junto con él. Concluía en su inocencia Eduardito.

Trató de encontrar una explicación desde su mente infantil, pero lo distraía la figura de aquel viejo de aspecto entre bobalicón y bonachón quien trepado en una escalera pintaba por enésima vez las paredes de la casa, trabajo que realizaba frecuentemente por órdenes de la anciana abuela: ¡Pinta de azul la casa¡ le decía un día, a la semana siguiente, ¡píntala de rosa! Y en unas semanas más ¡píntalas de amarillo! Era cosa de nunca acabar, pobre viejo y todo porque el anciano ya no podía pintarle la tortuguita a la exasperante mujer. Al menos eso fue lo que escuchó decirle la abuela al viejo una noche en que ellos lo creyeron dormido.

—Viejo, ¿hoy pintarás mi tortuguita?

—Ya te he dicho mujer, ¡ya no apetezco tu tortuguita!, además te huele muy mal.

Lo que se dijeron a gritos después ya no lo entendió, pues metió la cabeza debajo de la almohada. Pero si recordaba que alguna vez, también a media noche, fue despertado por los gritos de su neurótica abuela:

— ¡Has que entre esa flácida cabeza en mi tortuguita! ¡Viejo bueno para nada!

El anciano casi aterrorizado le contestaba: — No puedo, no puedo, no puedo… ¡Pero mira qué largo y grueso tengo el dedo!

El chamaco dejó de lado sus recuerdos al ver que el abuelo descendía lentamente de las alturas donde pintaba. Y se atrevió a preguntar al viejo bonachón, cuando éste estuvo sobre el piso extenuado:

— ¿Por qué la abuela puede oler al diablo en la pantalla de la compu? Preguntó con un tono de tristeza.

— ¡Niño!, que no te escuche tu abuela usando apocopes en tu vocabulario. Dijo el anciano.

—Ya sabes que ella tiene el delirio de ser como un exegeta literario. Luego, más tranquilo terminó con todas las dudas de su nieto.

— Mentira hijo, ella no huele a satanás en la pantalla del ordenador. Simplemente, sucede que tiene la nariz como la de Pinocho y lo más seguro es que se esté oliendo el chocho que le apesta a azufre — ¡Si lo sabré yo! —

—O bien se haya excedido en sus inhalaciones de cloro prescritas por su psicólogo de cabecera, ¿lo recuerdas? Aquél que vino y se la pasó llorando y quejándose de que nadie lo quería, sí ese al quien declaró ufana como su nieto. Pobre de tu abuela, inhala tanto de esa porquería, que bien pudiéramos llamarla Cloropol.

—También puede ser que en su demencia se confunda y crea que está oliendo a satanás y lo que realmente huela sea una combinación de lo pútrido de su tortuguita, el cloro que inhala en exceso y las ciento setenta y no sé cuántas flatulencias que expele durante sus sesiones literarias.

— ¡Tienes razón abuelito! Gritó con júbilo Eduardito y se abrazó con ternura al cuerpo traspirado del abuelo.

Al menos había alguien cuerdo en esa casa de locura. ¿Cuerdo el abuelo? Hizo entonces un gesto compungido y se alejó cabizbajo a un rincón del patio para seguir escudriñando en los secretos de su familia.