La situación es así: no sé cómo es que estoy acá, cómo es que está Roldán sentado del lado del acompañante en su auto ni cómo puede ser que después de haber manejado todos esos kilómetros de ruta más unos pocos de ripio estemos ahora ante una cadena cruzada que impide el paso.
Hasta donde sé Roldán es un tipo básico de esos que no se cuestionan nada, que cumplen el horario de oficina, que los fines de semana miran el fútbol que comentarán los lunes y que de vez en cuando llegan tarde con alguna típica excusa. Un tipo que cuando no sabe qué contestar o no entiende algo hace un chiste y se ríe solo. Ahora ante la cadena hace un aplauso y sacude las manos tomadas entre sí unos segundos, levanta un poco la cabeza y putea. Debe ser por lo del divorcio que por fin me salió en la semana y que me hizo libre que accedí a venir. Roldán sigue casado y con tres hijos desde hace como 20 años; le gusta ir a pescar y tiene un bote que, por cierto, está enganchado al auto, su auto, que he conducido hasta este páramo.
Pero Roldán ahora no hace nada. No podemos seguir lo poco que nos separa de la laguna porque hay una cadena que lo impide y el tipo del montón simplemente refunfuña y se rasca la cabeza.
—Capaz que es propiedad privada —le digo.
—No. Qué va a ser. El verano pasado vine con mi suegro. Habrá pasado algo —contesta.
—Capaz que alguien compró esto hace un mes. Qué sabés —insisto.
Ocho y pico de la mañana, el cielo está limpio y el camino no se ve malo. Creo que está empezando un día espléndido. Saco la cabeza por la ventanilla y veo que la cadena hace un lazo en un poste asegurada con un candado. Veo también que entre el matorral nace una senda perpendicular al camino, lo que es lógico, pienso, porque alguien de por aquí tuvo que poner esa cadena. Ahora Roldán tiene el brazo fuera del auto y hace repiquetear los dedos contra la puerta y resopla y balbucea alguna queja. Bajo.
—Qué vas a hacer —pregunta desde dentro.
Le hago una seña con el brazo como para que se quede ahí. Un cartel tirado entre los yuyos grita «carnada viva». Avanzo entre los arbustos y a los pocos pasos me encuentro en un claro. Hay un pibe que según parece da de comer a unos pollos, y más atrás una casa.
—Buen día —grito desde una distancia que considero respetuosa. Levanta la cabeza, no dice nada. Me quedo quieto. Estoy en un baldío de tierra dura, pero entiendo que este baldío es propiedad privada. Hay bolsas y plásticos y botellas y mugre y plumas dispersos. Hay alguien más atrás, bajo el alero de la casa. Aplaudo tres veces
—Buenos días —grito.
—Buenos días —responde aquella voz masculina. Se trata de un viejo que ahora se puso de pie y me hace señas como para que avance hacia él.
Paso cerca del pibe y los pollos se alborotan. Le veo la cara y entiendo que es ciego y que sin embargo sabe dónde estoy y cómo me muevo. No entiendo por qué los pollos no están en un gallinero o algo así.
—Parece que va a hacer calor —me dice el viejo muy flaco, calvo de piel colorada, curtida y arrugada acaso más por la intemperie que por los años, usa pantalones con tiradores y una camiseta blanca de mangas largas. Está como a diez metros y me doy cuenta de que también es ciego; esto me produce cierta aprensión.
—Disculpe, señor… hay una cadena en el camino —le digo.
—No se puede seguir. Está todo inundado.
—¿Inundado?
—Agua, muchacho. Hay mucha agua allá atrás —me habla y entiendo que sabe que yo sé exactamente qué es ese allá atrás aunque no esté señalándome ningún lado. Camina hacia mí ayudado por un bastón. Siento un olor desagradable.
—Pero no se ve nada… el camino está todo seco. Capaz que ya bajó el agua —le digo. Tras él observo ahora la puerta abierta y la oscuridad interna de la casa.
—Yo nunca veo nada, muchacho, pero —sonríe y se toca la nariz con el índice derecho; le faltan algunos dientes— ¿no puede oler que está todo inundado allá atrás?
Me distraigo con sus ojos muertos como de niebla hundidos bajo los párpados caídos. No digo nada. Es la última vez que le hago caso a Roldán. Más vale que el asado salga bueno. Ni siquiera sé pescar.
—Cuántos son —pregunta.
—Dos. Íbamos a pescar.
—¿Y llevan un tráiler?
—Sí.
—¿Motor o remos?
—Remos. Un bote de remos.
Pasa a mi izquierda y se dirige adonde el pibe y los pollos, o sea a escasos metros.
—¿Oíste, Omar? Los muchachos quieren ir a pescar —dice.
—¿No es peligroso? —contesta el chico.
—El agua siempre es peligrosa cuando desborda, Omar, trae animales y cosas malas —dice el viejo mientras anda lentos pasos hacia el camino, como si buscara alguna información de la situación allá. Lo sigo.
—A ver, señor. Disculpe que insista, pero se ve seco —le hablo desde atrás—. No ha llovido en toda la semana, que yo sepa…
—Y qué sé yo de dónde ha salido toda esa agua, m’hijito… ¿No quiere tomarse un mate?
—No. Gracias. Nomás venía a pedirle si nos deja pasar.
—Si usted se anima yo le bajo la cadena, ¿sabe? No me cuesta nada… Pero por seguridad la pusimos. Después allá atrás está el agua… hace como dos meses que está inundado y lleno de cosas. Los pocos que vienen cuando les digo que está inundado se van.
Desde mi posición puedo ver la cadena y el paragolpes del auto.
—Igual tenemos el bote —insisto.
—Hay que meterse a caminar en el agua para poder embarcarse.
—Ah bueno pero eso es lo de menos, señor —vuelvo a insistir como si supiera qué significa eso de caminar por el agua para embarcarse.
—¿No escucha, muchacho?
—Qué cosa, don… los pollos nomás.
—Y qué más —interroga con los ojos muertos en el cielo.
—No sé… la verdad no oigo nada.
—Eso mismo. Uno antes de la inundación oía pájaros, ranas, grillos… Los pájaros…
Queda callado. En efecto no veo ni escucho pájaros ni bichos ni nada.
—Ahí va Omarcito a buscar la llave y le bajo la cadena. Tenga paciencia —me dice.
—Está bien. Que vaya tranquilo que no hay apuro.
Me doy vuelta y veo que el pibe ya está andando para la casa.
—Tremendo este silencio —insiste.
Enseguida se oye algo así como un tiro y me sobresalto. Siento atrás el súbito alboroto de los pollos.
—Eso fue un tiro —dice el viejo—. Su amigo anda disparando, ¿eh?
Y yo qué carajos sé, pienso. Nos apuramos en dirección al auto. No me hace falta pensar más: lo veo a Roldán que viene y le grito como para que sepa que estoy acá.
—Hijos de puta —grita Roldán. Ya me ha visto. Brilla el metal en su mano, un arma que yo no sabía hasta ahora que existía entre nosotros, porque deduzco que no la encontró tirada por ahí.
—¿Qué hiciste, loco?… ¿Qué pasó? —le digo.
El viejo está a mi derecha; ahora Roldán visiblemente enajenado le apunta a la cara.
—Torturan perros… Hijos de puta… Maté uno. Tenés que ir a ver… O No. Mejor no vayas… Te morís… Qué desastre, che —Me grita Roldán a un par de metros aún apuntándole al viejo.
Intento tranquilizarlo. Lo miro a los ojos para a la vez evitar el contacto visual con el arma, uso palabras obvias, explico lo de la ceguera y le muestro las manos quietas a la vez que evito acercarme y tocarlo, no sé por qué me sale actuar así.
—No son perros. Esos no son perros. Nunca ladran —dice el viejo.
—¡Qué mierda no van a ser perros!… ¡Forro!
—Ya está. No pasa nada —digo sin saber bien qué está pasando.
—Eso fue un 22 —interrumpe el viejo tranquilo en apariencia—. Pero esos no son perros, muchacho. No matamos perros.
Roldán por fin baja el arma. Me doy vuelta y veo venir al chico.
—Tranquilo, loco. Ahora sacan la cadena y nos vamos. No pasa nada —sigo.
Roldán niega con todo el cuerpo; le tiemblan las manos. Con torpeza se engancha el arma en el cinturón.
—Con una trampa para nutrias los agarran… maté uno que estaba colgado a un árbol enganchado de la pata de atrás con una trampa para nutrias… no te la puedo creer —me informa dramatizando cada gesto y palabra, aunque creo que más tranquilo.
—Es para que los otros no vengan a comerse los pollos, ¿sabe? Los ven así y se van para el monte. Atrás de la casa pusimos más —aclara el viejo como si nada, como si nadie con las manos temblorosas le hubiera apuntado con un arma directo a la cara a tres pasos hace un minuto.
—¡Pero cómo lo vas a colgar vivo de la pata!… ¡No podés! ¿Querés que te cuelgue yo? ¿Eh?¿Por unas gallinas de mierda?… ¡Y otro ahorcado con un alambre!
—No son perros —repite el viejo—. Rompen las rejas con los dientes y se llevan los pollos.
—¿Qué pasó, abuelo? —pregunta el chico con la llave en la mano.
—Nada, Omarcito. Dales paso a los muchachos. Ya se van.
—Hijo de puta —dice Roldán.
—Pará. Ya fue. Ya fue, loco —le digo mientras lo empujo hacia el auto.
Ahora que avanzamos Roldán guarda el arma en la guantera. Me cuenta que salió a mear y vio algo entre unos árboles y fue a mirar, que encontró un perro grande ahorcado con un alambre y otro cabeza abajo agarrado de una pata por una trampa para nutrias que colgaba a la vez de un alambre atado a una rama, que estaba vivo y que entonces fue hasta el auto, agarró el fierro y le pegó un tiro en la cabeza porque no pudo tolerar el sufrimiento de ese pobre animal, que qué iba a hacer, que fue más fuerte que él. Aclara que lo tocó con un palito porque le pareció que respiraba, que se le veía el hueso pelado de la pata entre la piel desgarrada y que entonces el perro abrió la boca de par en par, que cómo puede ser que exista gente tan hija de puta. Finalmente vuelve a narrar la secuencia de buscar el arma y dispararle.
Hay un perro echado en medio del paso; toco bocina y se retira. Roldán se queda mirándolo y me dice pobre animal, che, pobres animales por unas gallinas de mierda, mirá si van a romper la jaula con los dientes. Aplaude una vez y sacude las manos tomadas entre sí. Veo a la izquierda otro perro, uno grande de verdad que nos observa entre los yuyos. Roldán no se entera. No recuerdo jaulas en la pocilga de los ciegos.
Detengo el auto porque el camino se hunde adelante. A ambos lados el terreno es más bajo y veo grandes espejos de agua entre los matorrales. A unos 200 metros tras una barrera de juncos solamente cielo plateando el agua. También hay un perro negro en el retrovisor; veo que cruza el ripio y queda al límite de la maleza.
Roldán baja y va a explorar la orilla. Parado al borde del agua estira los brazos para arriba y arquea la espalda hacia atrás. Murmura algo que no entiendo, se endereza, se toma la cintura con ambas manos, arquea otra vez la espalda con los brazos en jarra. Salgo del auto y me lleno de aire fresco.
—Nos vamos a tener que mojar para empujar el bote —me dice mientras se acerca.
Me siento en el auto con las piernas fuera y me quito las zapatillas. Se pone a desenganchar el tráiler y el auto se mueve un poco. Pruebo el suelo con los pies; no está mal para un bicho de ciudad pisar la tierra descalzo de vez en cuando. No me convence la idea de entrar a la laguna y dejar el auto solo; no lo haría yo con el mío, supongo. Él sabrá.
Dentro del bote hay cañas de pescar, unas cajas como de herramientas, una heladera portátil, un bolso, dos baldes, una pequeña ancla con una soga y los remos. Me quito los pantalones, compruebo que están la billetera, el teléfono y las llaves en los bolsillos y los pongo ahí dentro junto con las zapatillas. Roldán se ríe. Le aclaro que no quiero mojarlos, que después hay que manejar. Me da cierto pudor la blancura de mi piel, pero a la vez una sensación de libertad y de alegre desparpajo. Meto los pies en el agua y siento el frío repentino; mi cuerpo entero lo acepta y se adapta. Avanzo unos pasos y tengo el agua casi en las rodillas. Qué dirían los del trabajo y mi exmujer, esa gente amargada, de verme en medio de esta tranquilidad en calzones con los pies en el agua. Ahora entiendo eso de desenchufarse que decía Roldán entusiasmado mientras tomábamos el café de todos los días en el encierro de la oficina de camisa y corbata donde siempre está sonando algún teléfono.
Lo ayudo a empujar el tráiler. Las ruedas ingresan al agua y se hace pesado. Yo levanto el extremo y lo sostengo inclinado lo más alto que puedo; él desde el agua tira del bote hasta que consigue liberarlo. Ahora retira el tráiler. Me doy cuenta de que usa alpargatas, y está claro que no le importa mojar sus pantalones. Más atrás en el ripio parece que nos observan unos perros. Cuatro en línea y dos en los matorrales. Roldán asegura el tráiler al auto, mete el torso como buscando algo dentro, controla las puertas y acciona el cierre electrónico.
—¿Estás seguro de ir en patas? —me dice.
Me aferro al bote con ambas manos, le hago notar con un gesto que estoy bien así. El vientre del bote roza el suelo, que es duro bajo una pasta muy blanda que apartan mis pies al andar. Lo llevamos uno de cada lado. Puedo sentir el aire en los pulmones, un aire demasiado claro y limpio, y en los ojos la distancia extraña como cuando uno está parado en la playa frente al horizonte, aunque en la playa el mar ronronea y huele a sal y acá la quietud ensordece y adelante tras la línea de juncos no hay Australia pero tampoco orilla visible, no hay nada más que el cielo fundido en el agua, atrás va quedando el auto y a los costados se ahogan los yuyos y algunos árboles.
También experimento una sensación nueva de que mi cuerpo funciona, de cómo está todo conectado y se mueve, siento el barro sobre el suelo firme, las piedritas del camino, el agua que lame mis pasos, la aspereza de la fibra de vidrio en las manos, los latidos del corazón, los pulmones que oxigenan la sangre, todo esto en sincronía con el andar y el ciclo de un paisaje que parece latir a cada paso. Considero genial sentir que todo esto funcione a la vez dentro y fuera de mí.
—Otro que va a pescar de vez en cuando es Vázquez —Roldán intenta iniciar una conversación.
—Ahá.
—Algún día podemos traerlo.
No me cae bien Vázquez. Volteo hacia atrás y creo que ya caminamos más de una cuadra de agua hasta las rodillas. Roldán va a decir algo, pero se detiene y suelta el bote. Queda mirando a la derecha donde parece que hay un animal muerto y se aparta unos pasos.
—A la mierda —murmura.
No sé si es un caballo o una vaca. El cuero marrón del lomo se hincha sobre la superficie y el cráneo parece haber sido aplastado como un huevo, roto y vaciado de contenido; los huesos pelados están limpios y en pedazos abiertos como tres pétalos blanquecinos unidos por girones de cuero con pelos cuyo centro es un agujero lleno de agua. Roldán me dice que le saque una foto. Intuyo las cuencas y falta parte del morro como si hubiera sido arrancada con violencia. Suena la alarma y allá como a cien metros los faros se encienden y se apagan y se encienden y se apagan y se encienden y se apagan. Roldán se agazapa acaso por reflejo como si fueran a dispararnos, cubierto tras un muro imaginario saca el revólver y dice la puta madre que los parió y el auto allá grita y titila. Roldán deja de ser el tipo de la oficina y se aleja empuñando el arma. Parece que corre más de lo que se adelanta, exagera en inclinarse de un flanco a otro a cada paso y el agua salpica espuma marrón. Estira el brazo y dispara al aire. Me vienen a la mente imágenes del placard medio vacío y la cama sin armar, los platos de anoche en la pileta y las chucherías inútiles que dejó mi exmujer en la repisa, que todavía no tiré desde que se fue. Básica y repentinamente me da por pensar que en casa no hay nadie, que tampoco había nadie cuando llegaba de la oficina antes de que saliera el divorcio y fuera libre y que ahora no sé quién es Roldán mientras intento contar los no sé cuántos perros. Entre él y su auto allá a 100 metros una línea de perros bordea la orilla; hay uno parado en el techo del auto y otros alrededor inmóviles en el suelo y Roldán que se bambolea en su propia urgencia dejando una estela de espuma hace fuego otra vez y los animales mudos y estáticos esperan. No quiero verlos. Salir del trabajo media hora tarde, escritorios vacíos, teléfonos silenciosos, papelitos tirados en el pasillo, el dispenser y la máquina de café, esas horribles mamparas, apagar las luces, cerrar la puerta. Media hora implica el estacionamiento despejado y las calles livianas, sentarme al volante, canciones gastadas de la radio, la voz cavernosa dice que salgo media hora tarde y por esto no hay que aguantar el tránsito del centro, apenas media hora tarde es suficiente y al llegar a casa las inútiles chucherías de la repisa, así de simple, pero el cielo y la quietud de la laguna fundiéndose en un espejo vacío, resuena la alarma desde la intermitencia lumínica del coche y el tipo fierro en mano avanza como un loco, como si no fuera él mismo lo único que ahora se mueve.
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