¿No faltan cien años para que empiece el partido, no? Porque no puedo aguanto más, le dijo un rubiecito de seis años a su papá mientras jugaba con la bufanda celeste y blanca.
Tandas de diez o siete autos avanzaban cada vez que el semáforo se ponía en verde. Algunos tenían banderas grandes que colgaban de las ventanillas, otros algunas más pequeñas que estaban atadas en las antenas. Las pocas personas que todavía circulaban en la calle se chocaban, apuradas, queriendo llegar a la casa o bar para prender la televisión.
Los mozos estaban inquietos, cargaban la bandeja y miraban el reloj, bajaban los pedidos y espiaban el televisor. El dueño dio un vuelto, se puso la camiseta de Argentina, salió detrás del mostrador y se acomodó en una mesa en donde se veía bien la transmisión.
Había menos palomas que de costumbre en Plaza de Mayo. En el bar, grupos de cinco, seis o diez amigos discutían sobre si Messi la iba a convertirse en héroe definitivamente o no.
Una hora faltaba para que los gritos y los “dale Pulga” empezaran a sonar.
En la mesa seguían el nene y su papá, que parecía no prestarle demasiada atención a las preguntas del rubiecito; lo callaba sirviéndole más gaseosa o dándole más maní en las manos.
Las agujas del reloj parecían no moverse, el frío se había apoderado de las hojas de los árboles, que se quedaron quietas, como se queda quieto un hincha el segundo antes de que explote un gol.