“La casa de mi abuela” era en realidad tres casas unidas y conectadas por puertas internas. Mirando desde la calle se ubicaba desde la izquierda, la casa de mi tío Segismundo, el cual se casó con Paula. Ambos tuvieron dos hijos: Casandra y Maximiliano.
En la casa del medio, es decir “La casa de mi abuela” propiamente dicha vivían mi abuela María, mi abuelo Lucio y los dos hijos menores de estos: Jacinto y Fabiola. Los dos aún no habían terminado sus estudios secundarios.
Finalmente, en la casa de la izquierda habitaban mi tío Gabriel, su mujer Antonia y dos vástagos: Nina y Martin. Cabe decir que los padres de mis primos (los de ambos costados) eran bastante despreocupados por lo que hacían sus respectivos hijos. Les daban libre permiso de andar por donde quisieran. Esto generaba molestias en mis dos tíos menores y en mis abuelos.
Yo denominé aquella serie de tres casas como “La casa de mi abuela”, porque siempre fui visita. Cuando íbamos por allá, íbamos a “La casa de mi abuela”.
Aquel verano pasamos semanas ininterrumpidas en la casa de la abuela todos los primos juntos. Íbamos con absoluta libertad de una casa a la otra. Éramos una verdadera “peste”, y nadie quería aguantarnos.
Maximiliano era el favorito de mi abuela María, ella lo había elegido a él entre todos nosotros, sus nietos. Quizá porque era el más pequeño y en apariencia el más endeble. Esta preferencia se evidenciaba cuando se creaba una reyerta. Maximiliano tenía la capacidad de “llorar” de manera inmediata y convincente, al menos para la abuela María.
En una ocasión, alguien, no recuerdo cual de mis primos, ensució con barro una de las paredes medianeras recién pintadas con innumerables huellas de manos. El conjunto recordaba la famosa “Cueva de las manos”.
La abuela tenía un carácter fuerte y dominador, y al ver la pared sucia empezó a los gritos. El destinatario toda su ira fue mi primo Martín, quién desde entonces comenzó a sentir un fuerte rencor contra mi abuela, y también contra Maximiliano.
Luego supimos que la responsable del barro en la pared había sido Casandra y que su hermano había ido con el cuento a la abuela de que Martín era el culpable. Esto fue el inicio de un mucho y extenso rencor.
Nunca olvidaré aquel día de la madre. Mi familia se había reunido por completo en la casa del medio. Sobre una mesa de pool tapada por una tela estaban dispuestos los platos de comida que cada ama de casa de la familia había preparado.
Cada una llevaba para cualquier reunión numerosa el mismo plato. Por ejemplo, mi tía Paula llevaba un matambre relleno muy gustoso, mi madre carne con salsa. Mi abuela por su parte compraba grandes tachos de un helado algo “sintético”, pero rico. Por su parte mi abuelo Lucio asaba chorizos, morcillas y chinchulines.
Cuando habíamos ya terminado de almorzar y esperábamos a que nuestros estómagos hicieran como corresponde la digestión para luego entrar a la pileta que estaba en el terreno trasero de la casa de la abuela, mi primo Maximiliano repetía unas estrofas de unas canciones de una animadora infantil de moda entonces.
Cansado ya de tantas “injusticias” (porque el episodio de la pared pintada había sido solo uno de muchos), Martín estalló y culpó delante de toda la familia a Maximiliano de ser un “caprichoso, buchón y llorón”, y a la abuela María, quién hasta entonces no había sido cuestionada del todo, ni siquiera por sus hijos, de ser “injusta y mala”, y defender siempre a Maximiliano.
Desde ese día el clima familiar se enrareció y las costumbres fueron alteradas. Ya Antonia no dejaba ir a sus hijos a la casa de la abuela. Y además tanto ella como Gabriel cortaron relaciones con mi abuela y con la familia de Segismundo.
Cuando coincidían en la vereda, al entrar el coche o tirar la basura, evitaban saludarse. Esto duró mucho tiempo y terminó pocos años después con el exilio a Italia de Gabriel, Antonia, y sus hijos.
Mi madre, me pidió a mí y a mis hermanas que llamáramos a la abuela y le preguntáramos como estaba. Yo cumplí con el pedido, aunque con algo de incompleta conformidad.
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