No me puedo quejar: la vida me sonríe.
Y modestamente, creo que me lo merezco. Los recuerdos de mi niñez y adolescencia no son precisamente felices. No hablo de grandes tragedias ni problemas insalvables, pero siempre me sentí diferente, inmerso en un mundo que no llegué nunca a comprender. Quizás era mi propia mente la que retorcía todo y me volvió un obsesivo. Siempre atando cabos y buscando motivos inexistentes para explicar por qué la gente actuaba tan raro.
Es extraño, porque fui bien criado. Mi madre era una verdadera santa, un ejemplo de amor puro e incondicional, tanto hacia mí, su único hijo, como para mi padre, más distante pero siempre firme y seguro proveedor familiar.
Había rumores de un pasado oscuro que vinculaba a mi viejo con el alcohol y el libertinaje, pero antes de sentar cabeza. Conmigo y con mi madre él había sido el pilar familiar que ambos necesitábamos y al que siempre pudimos recurrir ante cualquier problema.
Pero todo eso ya pasó: hoy la vida me sonríe.
Cuando logré controlar mis obsesiones pude vivir de una forma mucho más simple, disfrutar del presente y sentirme optimista de cara al futuro.
Haberme casado con Beatriz fue la frutilla de la torta.
Ella fue mi vecina de toda la vida, y siempre la amé. Pero su mamá, Doña Cora, no facilitaba las cosas. Era una mujer muy estricta, y tenía sus motivos.
Había criado sola a su hija y lo había hecho muy bien. Nunca se supo a ciencia cierta si había quedado viuda antes del nacimiento, si el tipo un día las abandonó o si jamás se llegó a conocer quién era el responsable de su embarazo.
Ese tipo de cosas me unían mucho con Beatriz. Sentía que debía cuidarla, protegerla, brindarle el cariño y la atención que ninguna imagen masculina le había dado... y además, yo la amaba.
Nos casamos hace pocos meses, y queremos compartir nuestra felicidad con quienes más nos quieren y han querido siempre: nuestros padres.
Por eso hoy los invitamos a almorzar. Para brindar por todo: por la familia, por el amor y por los buenos valores.
Ya huelo ese delicioso aroma de comida casera que invade toda la casa (mérito total de mi querida esposa, que no quiere abandonar la cocina para que todo quede perfecto).
Sin nada que hacer, más que esperar, se me ocurre ordenar las viejas fotos familiares que guardo en una vieja caja para revivir entre todos tantos viejos e imborrables recuerdos.
Vacío la caja y caen mil imágenes descoloridas de mil momentos muy hermosos.
La limpio, y noto que el fondo está suelto.
Reviso y surge una última foto, en blanco y negro, muy antigua y deteriorada.
La observo y quedo desconcertado: dos mujeres desnudas, sonriendo maliciosamente y brindando con dos esbeltas copas de champagne, mientras un montón de hombres, evidentemente borrachos, las tocan obscenamente y festejan. Me da asco, no quiero verla más y la volteo. Detrás de la foto hay un papelito amarillento pegado con una cinta adhesiva ya crujiente y nada adhesiva, lleno de numeritos y letritas.
Me intriga eso, y aquella vieja obsesión que ya había dejado atrás, vuelve a invadirme y me arrastra a investigar.
Una línea vertical divide el papel en dos mitades. En ambas hay números y letras, dispuestos en forma de un extraño código: L 2 $30, Z 1 $15, T 3 $45, y así sucesivamente. Una línea en particular es diferente: Fito 6 $0!!!. Y se repite a ambos lados del papel, con sendos signos de admiración.
Quizás el haber sido tan retorcido durante tanto tiempo me hace barajar mil opciones en pocos segundos, aun las mas absurdas o impensadas, y como una computadora mágica, mi cerebro encuentra una respuesta que lo explica todo.
Las mujeres de la foto son dos prostitutas y cada columna pertenece a una de ellas. Los tipos a su alrededor son sus clientes, y aparecen registrados bajo su inicial en cada columna, indicando cuántas veces tuvieron sexo y cuánto dinero deben. Excepto Fito.
Escucho que Bea me habla desde la cocina y no entiendo nada por la conmoción.
Ella repite: "¿Estás ahí? Te pregunté si a Rodolfo le gusta la canela. Decime así se si le pongo o no al Strudell".
Quedo mudo.
Rodolfo, Fito.
Doy vuelta la foto y comienzo a analizar a esas dos impúdicas mujeres.
Ensimismado ni siquiera noto que Beatriz está sobre mi hombro, observando espantada la foto.
"¿Qué es eso, por Dios?"
Tartamudeando todavía le cuento todo: dónde encontré la foto, las anotaciones del reverso y lo que deduje hace pocos minutos.
"¿Tu padre? ¿En serio? ¡Qué vergüenza! Una orgía con dos atorrantas desconocidas..."
Y mi mente ya no estaba allí.
Mientras ella seguía hablando yo comenzaba a reconocer a esas dos depravadas: mi madre y Doña Cora... |