*Son RELATOS:
"Durante el viaje se canta y charlotea;
los islotes están frente a la costa,
más allá de la Isla, y el viaje es largo".
Knut Hamsun.
UN SEÑOR DE GRIS
Ahogó el temblor de la noche con otro trago, pero las rayas del paso cebra bailaron como las teclas de un acordeón. Casi al final, trastabilló en el borde de la acera y, sin caer, consiguió abrazarse a la farola salvadora que salió a su encuentro. No había tráfico ni gente paseando a aquellas horas. Algunas estrellas parpadeaban, pero hacía tiempo que había dejado de mirar hacia arriba. Divisó la silueta metalizada de la estatua a la entrada del parque, tras el seto contiguo, estaba su campamento, aunque ya no recordaba desde cuándo. Dirigió sus pasos tambaleantes hacia la escultura, y por fin, se sentó a sus pies, aliviado de haber llegado con la botella intacta. Aquella no era su ciudad, pero hacía tantos años que vivía allí que ya no quería acordarse de la otra casa que perdió, ni de su esposa, ni del trabajo. Aunque quizás no fuera ése el orden, y primero le abandonó ella y, luego, se entregó a beber sin cuidado... Sólo a él se lo había contado todo, al paciente personaje de aquella estatua desconocida, venerada en su silencio, pero también por ello confiable.
A veces le parecía estar hablando a voz en grito, pero lo cierto es que mantenía una conversación interior consigo mismo, hablaba y se hablaba, sin orientación, para volver al comienzo de una rueda donde resultaba imposible discernir el final. Por eso bebía, para dejar de escuchar la continua perorata, para evitar descubrir que su sordera venía de adentro. Podía estar durante horas contando sus penas a aquella estatua aunque sólo la estuviera mirando, pero ella le escuchaba atenta, sin perder detalle, condolida y seria, prestándole el mínimo honor merecido. Incluso después, a lo largo de la jornada, sin importar por dónde vagaran sus pasos, la tenía presente y comentaba sus devaneos, para luego, de regreso, retomar el asunto con un familiar: "...Ya te dije, amigo, que no era ése el camino, pero aquí hemos llegado".
Apuró un trago más, apoyado de espaldas a la estatua, con las piernas estiradas hacia el seto, antes de guardar la botella bajo el gabán. Eran muchas voces las que se agolpaban en su cabeza mareándole, pero un sexto sentido le advirtió que aquellas que vociferaban con estridencia, venían del exterior... Fue ese mismo sentido el que le despertó de repente a una realidad olvidada, sabía que corría peligro, se lo habían contado en las calles del centro, donde seguir viviendo así, para algunos de los que conocía, se había convertido en un infierno. A su amigo Jonás le quitaron de en medio el pasado invierno, mientras dormía envuelto entre cartones...
–¿...Qué te dije, amigo? –increpó a la estatua, reclinándose resignado a sus pies, incapaz de mover un músculo.
Las voces aumentaron el tono agresivo a medida que se aproximaban y sumaban a los improperios el ruido de porras y cadenas... Todo le daba vueltas, demasiado aprisa para entender o para tratar de hablar.
Cuando regresó del fondo de la noche lo hizo poco a poco siguiendo el rastro de una pregunta:
–¿Está usted bien, oiga...?
A su alrededor las sirenas luminosas de las ambulancias anunciaban una mañana distinta. El agente volvió a preguntarle, en cuclillas junto a él, mientras otros policías examinaban el resto de los cuerpos diseminados por el parque. Uno de los inspectores se acercó a ellos, observó las huellas de sangre que salpicaban las botas y el sable de la estatua del Libertador...
–No ha podido ser él, está como una cuba... –explicó el agente.
–Todos presentan herida de arma blanca, muertos, no ha quedado ni uno... ¡Vaya refriega! ¿Puede respondernos?
–¿...Oiga, qué ha pasado aquí?
–...Ellos vinieron por mí, no les hice nada. Venían por mí, y un señor de gris les atacó, yo no les había hecho nada, nada...
–¿...señor de gris? —los policías cruzaron sus miradas. El pestilente olor a alcohol les obligaba a echarse atrás.
–Vamos, oiga. No puede quedarse ahí, necesita asearse y tendrá que responder algunas preguntas para nuestro informe, vamos...
El vagabundo, a duras penas, se incorporó apoyándose en el pedestal de la escultura al tiempo que balbuceaba un sentido: "...Gracias, amigo!". El inspector le escrutó con detenimiento. A veces hablaba tan alto que no sabía si lo que se decía a sí mismo lo escuchaban los demás... Mientras se dirigía al furgón, acompañado por los agentes, volvió la vista atrás para despedirse de su hogar. La estatua custodiaba la entrada al parque, callada y firme, imperturbable al silencio, en medio de la soledad.
El autor.
tamargoluis@yahoo.es
*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-
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