Estaba el plan perfectamente diseñado. Pensábamos irnos a Valencia aquel fin de semana con el motocarro de lavandería. Decía Pepe- Núñez Sabater; un valenciano del interior- que se sabía perfectamente el camino; y añadía, que era como conducir una moto isso que tenía su abuelo en su corral del pueblo: la primera hacia abajo, las demás hacia arriba, darle puño en la derecha, embrague y arreando. Me lo había repetido tantas veces que ya me lo veía en la Plaza de la Virgen aparcando junto al Tribunal de la Aguas, debajo del arco de la catedral que refrenta allí, haciendo una aparición sorpresiva y apoteósica en mitad de alguna discusión de los huertanos. Y se hubiera llevado a buen término de no ser porque aquel día justo a la salida del Buitre nos requirió Don Rafael para distribuir, precisamente, las bolsas de lavandería que acababa de llevar el motocarro azul, creo que como el de la foto. Desde entonces siento como que algo ha faltado en mi vida instalándose una especie de ansiedad que se atenúa ligeramente cuando veo un motocarro. El plan se fue posponiendo hasta el punto de no necesitar hacerse ya operativo pues se nos autorizaba a ir en autobús, pero, a veces pienso, que nada en comparación con habernos presentado por nuestros propios medios con aquella especie de centauro de los tiempos que representaba un motocarro.