Lo venía presintiendo desde hace tiempo, desde el principio de su adolescencia, pero las palabras del médico se lo confirmaron:
- Lo que Ud. padece técnicamente se denomina hipocondría. Ud. es un hipocondríaco, esto es, en términos vulgares, que Ud. cree, sin que en realidad sea así, que padece alguna enfermedad grave. Su mente le hace sentir enfermo, pero su cuerpo no lo está. Su organismo está sano, felizmente sano. Si estoy seguro, totalmente seguro, hemos realizado todos los análisis y los estudios correspondientes. Ud. no padece ninguna enfermedad.
- Tal vez tenga demasiada ansiedad - prosiguió el médico buscando un recetario en el cajón del escritorio – quizás esos síntomas de angustia, preocupación y sus dudas acerca de su estado de salud, puedan ser tratados como un trastorno psicológico. Le voy a recomendar un profesional competente, muy competente, Véalo de mi parte – continúo mientras escribía sobre el papel - que seguramente le será de mucha ayuda.
Mirando la recomendación que sostenía en su mano derecha, Agustín salió del consultorio hacia su automóvil.
En su mente se sucedían los momentos en que se sintió gravemente enfermo: los terribles dolores abdominales, cuando operaron a Franco, su primo de apendicitis; la sensación de miopía cuando Juanjo, su hermano, a los catorce años comenzó a usar lentes; los interminables accesos de tos, cuando se desató la epidemia de tos ferina, unos meses antes de entrar al servicio militar; los ahogos sufridos al tiempo que Angélica comenzó a padecer de asma; luego de casado, cada mes los dolores menstruales, que aunque resultaba imposible que el los sufriera, los padecía cada mes, cuando Isolina entraba en su período.
Sintió nauseas y vómitos al quedar su pareja embarazada, dolores en el pericardio al tiempo que se infartó su padre: temblores en sus manos y pérdida de memoria en los últimos años de su madre, afectada ya por el Alzhéimer y el Parkinson, y así miles de otros falsos padeceres. Todos producto de su bendita hipocondría.
Seguramente algún trastorno en su personalidad lo llevaba a mimetizarse con las enfermedades y dolencias de quienes lo rodeaban.
El día previo a concurrir a terapia, José Antonio le informó de que el Gerente General de la compañía había fallecido y que todos los de la oficina concurrirían a la sala velatoria, mas por formalismo que por haber tenido trato personal con el difunto.
Serían las veintidós hora, veintidós y quince, cuando, con cara compungida y de circunstancias ingresó en la capilla ardiente. Lánguido, mas pálido que de costumbre, pero con el mismo seño fruncido de siempre, dentro del féretro el Gerente General recibía las honras y los llantos de los presentes.
El golpe sordo del cuerpo golpeando el piso alertó a todos. Allí, junto a la corona que la compañía había enviado, estaba su cuerpo, sin pulso, absolutamente mimetizado con quien en el cajón reposaba. |