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La anciana acudía todos los días puntualmente a las tres de la tarde, a sentarse frente a la tumba de su difunto esposo. Su rostro lleno de arrugas, esbozaba siempre una sonrisa dulce, de agradecimiento y paz. Permanecía en aquel sitio hasta que el panteón estaba por cerrar; entonces, se levantaba ágil, se santiguaba y antes de marcharse murmuraba: “gracias, gracias”, con voz fuerte y audible. Como cuidador de tumbas, yo observaba el ir y venir de su diario peregrinar. Seguramente había amado tanto a su esposo, que por eso venía varias horas cada tarde a hacerle compañía.
Un día, ya no vino más. En mi deambular por el panteón, extrañaba la cotidiana presencia de aquella vieja sonriente y agradecida.
Otro día cualquiera, una bella joven apareció sentada en el sitio que ocupara la anciana. La curiosidad por saber qué había pasado con ella pudo más y le pregunté a la joven por su paradero.
- Ha muerto-, dijo.
- Lo siento mucho-, respondí. – La veía llegar a diario e irse cuando estábamos por cerrar. Quería mucho a su esposo, ¿verdad?
La joven me miró a los ojos largamente y lo que encontró en ellos debió causarle confianza, porque dijo:
- Lo odiaba, sabe. Lo odiaba porque durante muchos años la engañó con infinidad de mujeres y cada vez que podía, la golpeaba hasta sangrarla; luego, la obligaba a pedirle perdón de rodillas, por reclamarle su infidelidad. Nunca la quiso. Durante veinticinco años le dio mala vida, una vida de perro o peor. ¿Le sorprende?...Ella era mi abuela. Cuando se encontró viuda, fue cuando empezó a vivir. Desde el día siguiente al entierro, ella empezó a venir a verlo y a sentarse frente a su tumba para estar tranquila. ¿Sabe por qué?...porque no se creía que por fin estaba sola y que podía ser feliz; entonces venía a diario para comprobar que él estaba bien muerto y que no iba a salirse del infierno ni de la tumba, para lastimarla nuevamente. Al final, terminaba sus visitas con un ritual: expresaba dos fuertes “gracias”, primero por mi abuelo, por tener la decencia de morirse; y luego a Dios, por haberlo permitido.
La mujer calló. Mudo de asombro, la vi dar un paso para marcharse. Al pasar, me dijo:
- Su última voluntad fue que la incineráramos, para no estar nunca más cerca de él. Ella lo envenenó. Yo, le proporcioné el veneno para que lo hiciera.

Texto agregado el 29-08-2016, y leído por 268 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
16-09-2016 A veces las apariencias engañan satini
05-09-2016 Excelente! ***** grilo
30-08-2016 Bueno..pero me quedó la duda ¿Porqué asistió la nieta a visitar el sepulcro de su abuelo? Nazareo_Mellado
29-08-2016 Final sorprendente. Para reflexionar. Saludos! PiaYacuna
29-08-2016 Justo final para un maltratador.Buen relato.Un Abrazo. gafer
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