No quieres ni acordarte; fue una noche maldita, una de esas noches que recuerdas muy a tu pesar por el resto de tus noches y de tus días.
Llovieron cerezas y sapos por igual. Las nubes montaban su orgía cotidiana, y tú, no queriendo ser testigo mudo de su festín lluvioso, escondiste la cabeza bajo las almohadas desenfundadas.
No quieres ni que se te mencione; quienes te conocen entienden a lo que me refiero.
Fue la noche de los hombres búho, la que despertó la peor y más escondida parte de tu ser, la noche de los insepultos; la maldita noche.
Fue cuando despertó más de la mitad de ti mismo, lo
que eres, lo que siempre serás.
No es el subconsciente, no es la criatura interior, el
niño egoísta, la bestia presa de sus instintos; es el
depredador, el amo, el que decide el destino de sus
víctimas, el verdugo...
En una palabra: tú.
Comenzó con la sed; la sed asfixiante, el deseo
irreprimible, la obnubilación de los sentidos, la
moral ofuscada, el olvido inmediato de todo lo
aprendido. La sensación de poder, el vértigo de volar por encima del bien y del mal.
La náusea. La maldita náusea.
Y concluyó con la necesidad mortal, con la disyuntiva de matar o morir, la aceptación de tu naturaleza superior, el saberte en la cúspide de la cadena alimenticia, de la cadena evolutiva.
Arrojaste las almohadas lejos de tu cama, saltaste
hasta el balcón... Volaste.
Volaste.
Elegiste a tu víctima muy bien: Un huérfano de la
calle. El lugar: El paso peatonal. Hundiste tus
incisivos (no: Tus colmillos; los incisivos son
dientes humanos) en el cuello del menor, con la
facilidad con que el acero atraviesa la mantequilla.
Sorbiste.
El placer, el éxtasis; el triunfo no fue seguido de la
celebración; en forma instintiva desapareciste del
lugar; te pusiste a salvo antes de que alguien más se percatara de tu homicidio, por así decirlo.
No recuerdas ni cómo volviste a tu cama antes del
amanecer, el cual nunca has vuelto a ver desde aquella noche, aquella maldita noche; ahora, estás de regreso...
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