El sol golpea más fuerte cuando la sed aterra, como el viento seco al quebradizo papel, el espíritu, y en las dunas de su propio desierto, de éste espíritu, entre caravanas de camellos de piernas torcidas por la pesada carga, a veces se puede escuchar el rugir de un león y su galopar despiadado alejándose de las olas camelleras, alejándose de sus sombras siniestras hacia un horizonte continuo que parece, ante su amenazadora vista, no tener fin aparente.
Los vientos tormentosos destrozarán su pelaje; la arena, como vidrio, hará yagas en su rostro. Otros leones han caído antes devorados por el avanzar aletargado del camello, pero al final, más allá de aquél horizonte imaginable, un dragón espera su batalla, al león que lo busca como quién busca su redención más allá de cualquier encarnizada pelea con un enemigo fatal.
¿Quién ha logrado alguna vez, siquiera soñado, con derrotar el destino, aquello que lo aprisiona en el retorno a lo inevitable, al falso libre albedrío, al propio subconsciente que enjaula sus enfermedades, sus sombras y teologías, aquellas del espíritu?.
Un león puede soñar, sin embargo su destino destroza su cuerpo que desaparece, como olvidado por la Historia, en las entrañas del monstruo.
Uno puede soñar, un hombre puede soñar y el idealismo lo puede impulsar a él y a su orgullo a rugir a dragones, el destino, sin embargo, impone muchas veces su fatalidad, su tragedia.
La carne de león paraliza la carne de quién la consume como veneno a su víctima, el dragón así cae mas no sin bramar, no sin sufrir pues ha fallado: medio muerto y moribundo el dragón ha dado a luz, entre quejidos de parto y dolor de quién se abre en sus mitades, a un niño jugando en la arena. |