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Hace un largo tiempo que no pasaba por esa zona, iba protestando de la desprolijidad de las baldosas y de los pequeños desagües que ayudan a tropezarme, cuando vi al hombre de rodillas sobre la vereda.

Presto a esquivarlo murmura un nombre como lo hacía alguien entonces, esa palabra que me causaba tanta ira tonta en la niñez. Aunque fijé mi atención en su rostro de barba desprolija, nada me era familiar, pero su voz atrapo una hebra de mi memoria con tenacidad.

Fueron las cinco de una tarde plomiza de otoño, cuando el caído dijo con vos suave ¡ayúdame amigo! me apresuré a socorrerlo y DIOS sabe que lo hubiese ayudado aunque fuera un desconocido.

Con premura tomé el celular y desesperado llamé a la policía y a emergencias.
Los transeúntes lo miraban con indiferencia como es de esperar en cualquier ciudad, más aún en ese espacio donde según supe después, se había hecho odiar y temer.

Sin darme tregua, todos mis sentidos me gritaban ¡es Juan Gómez! y sin reparo me senté en el suelo recostándome contra un automóvil estacionado, abrí las piernas y lo arrastré como pude apoyándolo contra mi pecho para mantenerlo cómodo.

Con el brazo derecho se sujetaba a la mitad donde manaba su sangre fruto de un feroz tajo que le abrió el vientre. Sin demorarme, a tientas, puse mi mano sobre la suya y sentí la calidez viscosa que se escurría y la angustiante sensación de que nuestros dedos sostenían sus intestinos para que no emergieran.

Me saque como pude el abrigo y lo tape porque sentí que temblaba. No se quejó ni una sola vez, quizás no sentía dolor o porque la expresión ‘dolor’ era ínfima para describir el momento.
Habían transcurrido varios minutos y la ayuda no llegaba.
Como tenía mí otro brazo a la altura de su pecho sobre la campera, estaba seguro que no se derrumbaría hacia ningún lado, así que fue solo cuestión de esperar y continúe marcando los mismos números, hasta agotar la batería.

Todo pasaba con aparente lentitud.
Fue cuando inicié los relatos los recuerdos de nuestra infancia, logré que me siguiera con entusiasmo y unos momentos después mis palabras nos llevaron de paseo por la vieja casa de sus abuelos, por el patio de los vecinos, por los pastizales de los terrenos baldíos donde hacíamos los campamentos de las siestas y donde escondíamos nuestros tesoros, sueños y tristezas. Cada vez que interrumpía mi diálogo, podía oír su risa suave y sentir el vaivén de su cabeza asistiendo o negando algún comentario.
Pasaban los minutos.

Cuando al fin se me terminaron las vivencias más atrapantes, empecé a tararear una canción a la que entre varios chicos le habíamos cambiado la letra, hacia cincuenta años.

Me sorprendió gratamente que él la recordara con tanta claridad; como pudo entonó unos versos que me ayudaron a retomar la memoria adormecida y cantamos; fue cuando entrecerré los ojos y por un instante pude sentir nuestra niñez como entonces.

En ese instante sentí que todo se precipitaba y un rato después arribó la ambulancia.

Nos halló sentados sobre una gran mancha que fuera roja húmeda y se volvió seco carmesí y ocre. Juan había muerto apoyado contra mi pecho esbozando una sonrisa y mirando sin ver con sus grandes ojos entreabiertos, mientras yo aún vocalizaba esa canción casi absurda que lo mantuvo aferrado a nuestros mágicos e inocentes días felices, lejos del pánico a lo inevitable.- FIN

Cuento de Roberto Attias (i Solé) de Fontana, Chaco, Argentina

Texto agregado el 22-08-2016, y leído por 108 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-08-2016 Nadie debiera morir solo. Me gustó tu relato. Un abrazo, sheisan
 
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