María, mujer sencilla, solitaria y callada, era ampliamente respetada y considerada por todos como la mejor costurera de la comarca. ¿Su especialidad? Los vestidos de novia. Con sus manos expertas convertía con gracia; satín, perlas y chiffon en preciosas y únicas prendas que bien podían considerarse obras de arte. Aunque, a decir verdad, hacía exacto nueve meses su ética en cuanto a la exclusividad se había modificado drásticamente, ya que sólo y por única vez en esta oportunidad confeccionaba dos vestidos idénticos, tan delicados en sus detalles y bordados que eran un deleite a la visión y un verdadero homenaje a su oficio.
Tras arduas semanas de trabajo y una vez finalizada su cuidadosa y paciente labor los miró a distancia, buscando cualquier defecto antes de realizar la entrega. Acomodó los respectivos lazos en encantadores rosetones. Satisfecha se retiró a descansar. Su última visión fue el horizonte. Sonrió. Al igual que sus recién terminados vestidos, el amanecer se reflejaba en un magnífico mar, duplicando los colores de la alborada en el profundo y azul espejo marino.
Pasaron los días hasta llegar a lo que para ella era el fatídico sábado marcado en su calendario. María se deslizó de la cama sin ánimo ni esperanza. Se vistió de amargura con la misma tela, con el mismo encaje, con el mismo lazo y encaminó sus pasos.
A la misma hora que su amado se casa con otra mujer ataviada con idéntico vestido, María, sin testigos ni invitados, encuentra consuelo en las olas. La vastedad del mar enjuga sus lágrimas, tragando para siempre su frágil figura que armoniosa y lentamente se confunde en la blancura de la espuma.
M.D
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