Mi abuelo Pascual fue un trabajador inmigrante durante varias décadas, y entre los muchos oficios que desempeñó, fue el de obrero durante la construcción de las vías ferroviarias en Chicago, EUA. Ahí trabó amistad con otro empleado afroamericano llamado Martin (bueno, en realidad, no se llamaba así, y nadie ya en mi familia recuerda ese detalle, pero como me pareció indigno no referirme a él de algún modo decente, determiné concederle un nombre hipotético). Ambos eran muy unidos y siempre se llevaron muy bien, teniéndose mutuo afecto. Un día, ambos se hallaban comiendo y descansando en una pequeña caseta en su lugar de trabajo cuando el capataz mandó llamar a Martin, y éste salió para atender dicho asunto. A los pocos minutos, y por un desconocido motivo, mi abuelo abandonó dicho lugar...justo a tiempo para evitar que esa improvisada edificación le cayera encima y lo aplastara. El estruendo ocasionado por tal colapso fue lo suficientemente fuerte como para que Martin lo alcanzara a escuchar desde donde se encontraba; y al ver lo que había ocurrido, comenzó a llorar desesperado, suponiendo que su amigo yacía muerto o muy malherido entre aquellos escombros.
-¡Pascua, Pascua!- repetía sin cesar mientras removía, con sus propias manos, montones de piedra, en un intento de rescatar a mi abuelo.
No obstante, al poco rato, mi ancestro, enterado de lo acontecido, se dirigió a dicho punto y ahí encontró al pobre Martin todavía concentrado en su peculiar tarea; e intrigado por ello, se le acercó por la espalda y le dijo:
-¿Y por qué estás haciendo eso?
-¡Pascua, Pascua!- gritó eufórico y aliviado Martin, al descubrir a su amigo sano y salvo- ¡Creí que te habías muerto!
-¡No!- corroboró mi pariente- Me salí antes de que se cayera.
De ese modo, el abuelo Pascual salvó la vida, y ese hecho se convirtió en una anécdota cómica y especial para toda la familia. Y hoy se las cuento no sólo por su singularidad, sino para mostrar qué tanto puede ser capaz cualquier persona por su amigo.
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