Se tumbó en el largo sofá apoyando la cabeza sobre el cojín.
Era la hora de la pesadez, cuando la vida parece ralentizarse.
La hora en que los ruidos de la calle se cuelan medio apagados al interior del salón.
Desde la pantalla de su televisión un hipopótamo bostezaba a la cámara.
Esos reportajes de animales de la segunda cadena eran para José el mejor relajante para las lentas horas que siguen a la comida.
No tardó en adormecerse. Sus párpados cedían pesadamente, y dejó solo a un buitre leonado que desde una atalaya de piedra reinaba en una bella cordillera.
La sensación de cabalgar entre la realidad y el inconsciente sin saber diferenciar donde empezaba uno y terminaba el otro era la mejor.
El ser consciente de que uno se está quedando dormido irremediablemente y dejarse vencer.
Escuchaba los ruidos que se colaban por la ventana, el pasar de un vehículo, voces de niños jugando por alguna parte de la lejanía, los sonidos se mezclaban con la monótona voz del comentarista del reportaje de la segunda cadena.
Y se alejaban. Y se dejaba hundir poco a poco en el pozo de sí mismo....................
Era extrañamente consciente de estar durmiendo, de saberse tumbado en el largo sofá de su sala de estar, pero aun así se notaba inquieto, con una especie de ansiedad que transpiraba por cada poro de su piel.
Se encontraba de nuevo en aquella habitación húmeda y en penumbras.
El empapelado de las paredes sucio y gastado del color de la nicotina despegándose tira si y tira también,
Y allí en la esquina y medio oculta por las sombras estaba ella.
La anciana.
Sentada en la silla de ruedas. El escaso cabello blanco parecía querer escapársele del cráneo. La mirada de la anciana brillaba desde la oscuridad y perforaban los ojos de José.
Le sonreía.
Una tétrica sonrisa en aquel rostro amarillento.
José no podía moverse, tumbado en una enorme cama que olía a orina y excrementos antiguos, una cama de sabanas arrugadas y apergaminadas amarillentas con manchas circulares de sospechosa podredumbre.
Era un cuarto dominado por la penumbra a la que solo plantaba cara una bombilla de 40 vatios que se descolgaba de un techo agrietado sucio y lleno de telarañas donde era imposible vislumbrar las equinas.
José comprobaba aterrado como solo podía mover la cabeza alzándola lo mínimo para poder observar a la anciana que sádicamente seguía sonriéndole desde la penumbra.
-Si sé que esto es un sueño porque no puedo despertarme ya, se preguntaba, ¿porque tengo que estar tan asustado si sé que solo es una extraña pesadilla?
Cerró fuertemente los ojos esperando despertar.
Los apretó unos segundos sabiendo que al abrirlos se encontraría de nuevo en su confortable sofá.
Abrió los ojos.
Y seguía allí. Tumbado en aquella sucia cama, prisionero de su pesadilla, prisionero de aquella mirada que&&.
Un escalofrío recorrió literalmente su espina dorsal, en la esquina sumida en la penumbra estaba la silla de ruedas herrumbrosa y vacía.
¡La anciana había desaparecido de su pesadilla!
¿Desaparecido?
Su corazón latía casi descontrolado. Sabía que la anciana estaba en la habitación, en algún lugar de aquella minúscula estancia oculta por las sombras.
Sus ojos seguían clavados en la vacía silla, su cerebro se negaba a apartarlos.
-¡Joder! pero porque no me despierto de una maldita vez, se preguntaba, porque este pánico irracional si sé que se trata de un puto sueño
Pero allí seguía, tumbado, inmovilizado por el miedo, con la mirada clavada en la silla de ruedas.
Se le cortó la respiración cuando sintió el colchón hundirse ligeramente a sus pies.
Alguien se estaba acostando y acercándose a la parte superior de las almohadas.Se acercaba muy, muy despacio.
Los músculos se le agarrotaron ya ni siquiera podía girar la cabeza que permanecía alerta y levantada originándole un fuerte dolor en las cervicales.
Notó la sombra de ese cuerpo a su lado...
Y la respiración de la vieja. Cada vez más cerca de su rostro...
Se negaba a girarse y mirar.
Le ahogaban las palpitaciones de su propio corazón.
El zumbido en su cerebro que no soportaba tanta presión, la garganta seca, el corazón desbocado...
Unos dedos agarraron su hombro.
Al fin se giró y miró al ser que se le apareció a unos centímetros de su rostro...
Gritó.
Gritó como antes nunca había gritado, un alarido poseído por el terror.
Se encontró cara a cara con ella.
Ella también grito.
Un grito agudo e infantil que cortó en seco el grito de José.
Se encontró cara a cara con su hija Sofía que gritaba asustada y que aún tenía su manita en el hombro de él.
De inmediato y entre jadeos se situó en la realidad.
Estaba en el sofá del salón y su hijita Sofía de 8 años le había despertado como cada día a las cuatro y media.
La abrazo muy fuerte sabiendo lo sudado que estaba y el fuerte olor corporal que emanaba su camisa.
-Perdona princesita, perdóname cariño, no te he chillado a ti, estaba soñando algo muy feo cielo.
La niña lloraba asustada, suspirando fuertemente entre llanto y llanto.
José la apretó más fuerte hacia sí y le acarició los suaves cabellos.
Notaba aquella cabecita de su hija, olió sus rubios cabellos, olor a Sofía, a autentico, a limpio.
Pasaron los minutos.
La niña poco a poco iba ralentizando los suspiros aunque seguía con su carita en el hombro de su padre como no queriendo enseñar el rostro mojado.
José beso la cabeza de su pequeña, cerró los ojos avergonzándose del susto que le había dado a su hija, avergonzándose de su propio miedo más propio de su hija que de él mismo.
Permanecieron un tiempo más en esa postura abrazados, relajándose mutuamente.
José se dio cuenta que tanto se había relajado Sofía que incluso se había quedado dormida sobre su hombro.
A el mismo le costaba abrir los ojos tras esos momentos de relajación tan reparadora.
Poco a poco retiro la carita de su pequeña de su hombro empapado de lágrimas y mocos, le beso la frente con mucha ternura.
Se alarmó al notarle la piel demasiado fría.
Su olfato percibió el fuerte olor a meados y a excrementos, el olor a humedad.
¡Olor a vieja!
Abrió de nuevo los ojos.
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