Magdalena.
Mientras el sol se escondía lentamente por detrás del horizonte, la luna se hacía paso por entre las nubes para reflejarse en el río que a esa hora de la tarde estaba demasiado calmo, la calma que precede a la tormenta que a lo lejos se veía venir.
Magdalena se encontraba sentada en la arena de la playa desierta, en pleno invierno no había gente dispuesta a contemplar el río.
Magdalena estaba tan calma como el río, miraba fijamente el horizonte pero sin descuidar la mochila que tenía muy pegada a su cuerpo cuando ve venir a lo lejos a un hombre con su perro, ella sabía perfectamente quién era, lo había visto todas las noches a la misma hora y con el mismo perro, el hombre se acercaba y al pasar junto a ella la saludó con la mano, él también la había visto antes y se preguntaba qué hacía aquella hermosa mujer sentada en la arena a pesar del frío pero nunca se paró a hablarle, no podía, el presidente de un país no debería pasear a su perro por la noche y sin nadie que lo acompañara.
Magdalena abrió su mochila y sacó algo de su interior cuando de pronto un muchachito de unos doce años, muy parecido a su hijo, también paseaba a su perro.
Magdalena sintió un temblor en todo su cuerpo, guardó cuidadosamente lo que había sacado de su mochila, se levantó y se fue.
Al llegar a su casa su hijo la esperaba con un beso y un abrazo, la mujer con lágrimas en los ojos acarició a su hijo y volvió a salir.
Hizo una llamada por el celular y a rato un hombre que la estaba esperando le preguntó si había hecho el trabajo a lo que Magdalena le contestó simplemente dándole la mochila y su contenido.
El hombre le dijo que se imaginaba que ella no podría con semejante encargo pero que algún otro quizá si, sólo tendría que mantener su boca cerrada por el bien de su hijo y se marchó.
Ya en su casa de vuelta, Magdalena pensaba:
___He hecho muchas cosas malas en mi vida pero… no puedo permitir que mi hijo tenga como madre a una asesina por más dinero que necesite.
Omenia.
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