Correr fue lo primero que se le ocurrió. No tuvo tiempo de alistar sus cosas, apenas una pequeña valija que amarró bien. Se puso las viejas zapatillas llenas de barro y salió por la parte trasera para dirigirse al río. Ellos no tardarían. Alguien se fue de boca, le dijo Leonor. “No sé por qué te busca Isidro, pero me huele mal”.
Sus pies se enredaron con las lianas y raíces que impedían su desplazamiento hacia el río. Tenía que llegar y caminar por la orilla. Estaba agotada, llena de miedo. Su rostro se contrajo y sintió que su cuerpo se paralizaba cuando escuchó unas pisadas entre el cañaveral. Levantó un tronco y se preparó para defenderse. Pero solo un perro salió a su encuentro. Escuchó voces y ella apenas tuvo tiempo de esconderse entre la maleza. Calculó que serían las tres de la tarde. Salió de su escondite y se tendió sobre la orilla. Demoraría entre quince o veinte minutos para llegar a la salida de Tocache y esperar la aparición de algún autobús o una camioneta para enrumbar hacia cualquier lugar lejos de este sitio. Se subió a la pequeña colina que separaba el puerto del pueblo y distinguió a unos hombres bajando de una 4x4. Notó que estaban armados, creyó reconocer a Isidro. ¿Cómo pudo salvarse de la emboscada que sufriera el “Profe” y sus hombres? Sin darse cuenta se orinó, pero no le importaba. Tenía mucho miedo y sabía que eran capaces de todo. Recordó a su madre y a su hijo. Pero era tarde para arrepentirse. Buscó unos troncos por si acaso ellos daban con su presencia. Estaba decidida a huir a como diera lugar. Si no se daban cuenta llegaría a Progreso y de allí a Tingo María; estaría libre de la persecución, aunque estaba segura que no la dejarían en paz después de lo que Leonor le había comentado de lo sucedido con los hombres del “Profe”. Si iba en sentido contrario y la buena suerte le acompañaba llegaría a Madre Mía, donde había una base militar; pero no quería arriesgar. Podía intentar arrojándose al río pero jamás vencería los obstáculos de “Cayumba” y “Sábalo Yacu”. Se puso a llorar tapándose el rostro. No tardaría en anochecer. No pensaba salir al camino si no veía algún autobús que le infundiera confianza. Tampoco buscar ayuda si no estaba segura que sería la gente correcta. Solo había una carretera y estaría controlada. Pero era su única salvación. ¿Cuánto tiempo resistiría?
Leydith tenía 15 años cuando quedó embarazada de Fausto, el amigo de su padre que solía visitarlo los sábados por la tarde para tomar una cerveza. A ella le gustaba Fausto y, por eso, estar a solas con él era como un regalo. Aunque lo que vendría después sería una carga que la obligaría a tomar una decisión que lastimaría a sus padres. El muchacho no quiso saber nada y ella huyó una tarde de su lejana Moyobamba para aparecer en Juanjui en plena fiesta de primavera. Ahí conoció a Kely y Andico, jóvenes que la ayudaron alojándola en la vivienda de un amigo que cumplía condena en la cárcel de Tarapoto. Kely se enamoró de Leydith a pesar de su embarazo, pero ella le dijo que no buscaba amoríos. Como tenía ganas de trabajar, ella lo hizo en el bar de Aleja, una mujer entrada en años que buscaba chicas quinceañeras para atender a los clientes.
Cuando nació su hijo, Kely no tuvo ningún problema en seguir ayudándole. Se enamoraron y le dijo a la dueña del bar para que la tuviera en su local. Y ella le dio un lugar estrecho, apenas un cuarto maloliente, donde la visitaba el muchacho. Una mañana se apareció su madre y le dijo para regresar a Moyobamba. Como ella se negó, la mujer se llevó al hijo recién nacido. La dueña del bar le dijo que se buscara otro sitio porque no quería tener a una muchacha con problemas. Ella se alejó de Juanjui y partió hacia Tocache en busca de trabajo. Kely fue detrás de ella. Por un tiempo estuvieron de recolectores de hojas de coca, en Bajo Limón, soportando el sol que les lastimaba la espalda.
Una tarde de un sábado, mientras tomaban bebidas heladas en “El cruce”, se aparecieron los militares y, entre gritos y disparos, empezaron a levantarse a todos los jóvenes que estaban por ahí. Ellos se escondieron en la parte trasera y salieron por el huerto. Pero no llegaron lejos, una bala hizo impacto en la pierna de Kely y ella trató de ayudarle. Él le dijo que siguiera corriendo y que buscara refugio donde pudiera porque sabía que los militares no preguntaban.
Kely no apareció esa noche ni nunca más. Leydith se escondió por un tiempo y luego, cuando estuvo segura de no ser perseguida, se fue al pueblo a buscar trabajo en las cantinas. Allí se hizo prostituta. Su idea era juntar dinero y regresar a Moyobamba. Conoció a Magnolia, la amante de “El Profe” y de un policía que estaba de vacaciones. Con ella viajó a Sión, donde fue el regalo para los amigos más cercanos del capo. Y fue ella quien le contó sobre el envío de media tonelada de pasta básica que estaban haciendo. Y cuando Leonor le contó de la extraña visita de Isidro, ella agarró lo que pudo y salió por la parte trasera de la casa. Lo importante era escapar porque ella también había soltado un comentario sobre el envío, a un amigo con quien se acostaba de vez en cuando y que no recordaba su nombre. Y si se enteraban los hombres que asesinaron al “Profe”, sería un cuerpo más flotando en el río Huallaga.
Desde su escondite divisó que una patrulla militar se acercaba para controlar la salida y llegada de los buses y camionetas. Isidro conversó con ellos y les invitó cigarrillos mientras con sus manos señalaba el bosque y el río. Luego soltó una carcajada. Leydith se escabulló un poco más, tratando de acercarse y oír lo que estaban hablando. Sabía que se arriesgaba. Pero es ahí que en la parte trasera de la camioneta distingue la figura de Leonor. ¡Dios mío! ¿Por qué no pedía auxilio a los militares? No quiso pensar más. El ladrido de unos perros le hizo temblar. Estaban cerca, casi a sus espaldas. Y antes de empezar a correr ve que Isidro levanta la cabeza hacia su escondite y apunta con sus dedos. Leydith empezó a gemir, pensó en Kely y en su rostro indolente cuando le rogaba que se alejara para que los militares no la llevaran.
Estuvo así unos segundos, temblando, sin ganas de moverse, cuando nuevamente los ladridos de los perros le hacen reaccionar. Esta vez sabía que venían tras de ella. Isidro había ido por ayuda y no le interesaba la presencia de los militares. No quiso pensar más. Movió su cabeza repetidas veces. Se dio de golpes y bajó hasta la orilla del río. Caminaría sobre las piedras, cogiéndose de las raíces de los árboles que llegaban al río. Escuchó voces. Se puso a llorar cuando tropezó con un bejuco. Luego pensó en su hijo y lo que estaría haciendo a estas horas. Seguramente su madre lo estaría paseando por el huerto de la casa, haciéndole ver los nidos de las gallinas o cogiendo unos limones para hacer el mechado. Se secó las lágrimas y se metió al río. Pero se enfrentó a un pequeño problema: la orilla menor se acababa y empezaba una especie de barranco.
Sin importarle nada se sumergió y volvió a salir para evitar que los perros detectaran su aroma. Se escondió en un árbol que tenía una raíz que se prolongaba hasta la orilla del río. Luego, cuando no escuchó nada, salió y contempló el camino. Nada, vacío, el silencio penetró en su alma y se adueñó de su cuerpo. Empezó a temblar. Tenía frío y la noche estaba encima. Caminó entre el bosque sin atreverse a salir. No tiene idea del tiempo que le demoró llegar a un lugar rocoso. Se detuvo cerca de un barranco de donde escuchaba el murmullo del río y el golpetear de las pequeñas olas sobre las rocas. Pensó en los malpasos que tenían mala fama, devoradores de botes y balsas. El cansancio le venció y fue quedándose dormida con la ropa mojada adherida al cuerpo. Soñó con Leonor que la visitaba y le advertía sobre la presencia de Isidro. Luego llegó su hijo tomado de la mano de su madre, detrás Kely, haciéndole señas para que siguiera corriendo. Y ella se quedaba a contemplar a su hijo y el joven insistía, y entonces escuchó un gruñido que hizo correr a su madre mientras Kely se esfumaba poco a poco.
Se despertó empapada de sudor. La selva estaba en completo silencio. La noche adormecía a todos aunque ella creía escuchar ciertos gruñidos viniendo de unos matorrales que apenas se distinguían. Afinó la vista y dos farolitos se dejaban entrever. Luciérnagas, pensó. Demasiado tarde.
—Así que tú fuiste la soplona —habló una voz que no se dejaba ver.
Leydith se paró sobresaltada y dio unos pasos en retroceso. Tenía al barranco muy cerca de ella. No dijo nada. Estaba asustada y temía por su vida. Eran tres los hombres que avanzaban, hablándole, amenazándole. Uno de ellos tenía un machete entre sus manos:
—Lo siento, solo eres una puta que cometió un error. A las soplonas las violamos y les cortamos la lengua para que nunca más se vayan de boca.
No suplicó ni pensaba hacerlo. En realidad ya tenía bastante con haber vivido una vida que iba de mal en peor. “¿No quieres saber lo que le pasó a Leonor?”. Estaba cerca del barranco y sus pies al retroceder solo le dejaron un espacio para darse impulso y lanzarse hacia el fondo del río. Serían cerca de las cuatro de la mañana y la selva se llenó de estampidas y aleteos al escuchar los disparos.
Mientras caía sus ojos se cerraron y soñó que vencía a “Cayumba” y “Sábalo Yacu”, y que navegaba entre las espumas que levantaban los malpasos y que la virgencita que estaba escondida entre las grietas del río encajonado le sonreía y le miraba con ojos llenos de ternura, recordándole a su hijo que fue apareciéndose poco a poco, abriendo sus brazos, esperándole en su pueblo, más allá del puente donde alguna vez pensó en comprar un terreno para sembrar orquídeas.
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