A punto de concluir el día del santo de la mujer que amaba, se dio cuenta de que se le había olvidado la fecha. Se lamentó con furia, por no haber sido capaz siquiera de felicitarla, darle un abrazo y un beso. Ella no hizo alusión alguna al respecto; pero estaba seguro que la actitud medio hosca que había guardado con él, sobre todo por la tarde noche, tenía su razón de ser en el olvido de tal acontecimiento. ¿Cómo era posible que le hubiera pasado esto?... Que olvidara una fecha ,que también para él era muy importante.
Ana, ella se llamaba Ana, y alguna vez le había dicho todo lo que le gustaba su nombre y el sentimiento inefable que lo consumía al pronunciarlo. Pero en esa ocasión ella lo tomó como un juego y haciendo un ligero chasquido con la lengua y un ¡ah! desdeñoso, lo tiró de a loco sin hacerle demasiado caso. Pero él no era un loco, quizá un tanto despistado y soñador. Y la mera verdad era que al pronunciar el nombre de ella, su corazón se impregnaba de un sentimiento muy especial cercano a la felicidad o al amor.
Entró a la habitación que compartían ambos y la contempló dormida. Sólo unos minutos antes la había visto cambiarse de ropa, ponerse un camisón ligero y acostarse. La blusa, el pantalón y el sostén que llevaba puesto, quedaron colocados sobre una silla cercana a la cama. Se acercó a dichas prendas y tomando entre sus manos el sostén, casi con veneración, hundió el rostro en él para aspirar profundamente el perfume y el olor de la piel de la mujer, un olor que lo electrizaba desde que ella tenía dieciséis años. Esos días parecían muy lejanos pero no era así, estaban cerca, muy cerca, porque su olor persistía en todas las prendas que usaba; pero más que nada, persistía en su propia presencia, estando ahí dormida, al alcance de su mano. Y con la ventura de poderse acostar junto de ella en cuanto quisiera, acercarse despacito a su cuerpo, tocarla, acariciarla, sentir su tibieza y aspirar nuevamente el olor excitante de su piel, ese mismo que ahora aspiraba en su ropa.
Era cierto que el olor de su mujer lo excitaba; pero no sólo eso ni en todo momento. En aquel aspirar se encontraban mezclados muchos sentimientos además del deseo: cariño, ternura, ganas de protegerla, de agradecimiento por haberle permitido a él permanecer junto de ella. Podía escribir mil o más palabras para describir lo que ella y el olor perfumado de su cuerpo le inspiraban, pero no era necesario; bastaba con sentir lo que sentía en ese momento sin necesidad de explicarlo, porque era amor, definitivamente era amor.
Sin apenas hacer ruido, se cambió con la ropa de dormir y suavemente se recostó junto a ella. Por la mañana intentaría una disculpa. Quizá ella no lo perdonara. Cerró los ojos y trato de no pensar más. Los últimos restos de conciencia que tuvo antes de dormirse, fueron para balbucear suavemente. “Ana, te amo”.
|