La luna dormida

Ella nunca creyó estar, pero las despedidas de él, eran tan largas que la misma luna se hubiera quedado dormida de tantos adioses vaciados y exhibidos.

Primero se despidieron sus manos, que no pudieron tocarle ni acariciarle. Después se despidieron sus ojos que no pudieron verle, tal vez en sus sueños logro hacerlo. Luego se despidió su boca que no supo saborear sus labios y ni sus besos fallidos ni los “te amo” propalados al viento.
Al tiempo se despidió su piel que no fue rozada ni un mísero nano milímetro y quedo erizada solo con verle. Llegaba la despedida de sus oídos, pero como estos ni sintieron su voz, fue el adiós más corto. Aún sobrevivía la despedida del corazón que en definitiva fue la más larga y dolorosa porque no bastan unos adioses para acabar con sus latidos al compás de esos sentimientos, quedo mal herido y parchado.
Cuando llego el turno de la mente, fue la despedida más irreal y fascinante que las anteriores porque la racionalidad expreso su ego, algo de maledicencia, arrogancia y orgullo- que no esperaba conocer- quedaba por instantes rallando en la más fétida de las locuras.

Como esos adioses no fueron suficientes, cada átomo de su ser fue desfilando en estas despedidas, expresando micro adioses que en conjunto presumían una unidad tan desconsolada como desmemoriada. Puesto que al mirarlas suponían un eco de sus anteriores pasiones.

Así paso el tiempo que es amigo del olvido, en cuyo camino él encontró la paz y la felicidad que tanto anhelaba porque sus heridas se convirtieron en cicatrices y estas quedaron como síntoma de que alguna vez quiso amar pero no supo cómo, al mismo nivel de no saber cómo hallarla a ella.