Uno.
Dentro del catálogo/ capítulo de los conocimientos de aquel hombre no era asunto baladí la información que allegaba de las más diversas fuentes variopintas. No había sido puesto de manifiesto por los tratadistas, pero él estaba convencido de que la vida era información. Que la información era el patrimonio de los desasistidos, de los pobres y de los expoliados. La última esperanza de supervivencia del solitario.
Por ello aquel hombre era muy mirado para el tema informativo. Merced a ello y en propios términos de supervivencia consideraba la información como el último patrimonio de los pacíficos. Era fácil, desatada la fuerza bruta, el blindaje de los violentos. La astucia y la imaginación que allegaban la información era la única posibilidad de sobrevivencia de los débiles y también de los fuertes que hubieran renunciado a los procedimientos que les son más fáciles y naturales.
Puestos en este punto concebía el ser humano como el animal del cálculo. Todo llevado a extremos, como decía Aristóteles, es negativo; pero si había que elegir- lo pensaba él mismo- era preferible el frío cálculo que la respuesta violenta. Por muy deshumanizado que sonara aquello. Esta era la razón de que la perla humana siguiera sobre la tierra; una especie de supraconciencia a la que se había llegado y que tenía bastante desprestigiado el llegar a las manos.
A menudo la decencia sucumbía, sin embargo, ante las vías de hecho. Por mucha tierra que se pusiera entre medias para evitar precisamente enfrentamientos directos, no era lo suficientemente grande, para allegar paz sobre los asuntos. Desde que se inventó el teléfono se había acabado con la base según la cual era posible una solución pacífica de las controversias, cediendo terreno, alejándose del foco del conflicto. Pero lo peor de todo era que elucubrar sobre ello era ceder información al enemigo.
Dos.
Y el hombre lo sabía. Había puesto muchos kilómetros por medio pero necesitaba hacerse entender y había derramado demasiada información por el camino, que algún día se utilizaría en su contra. Para qué servía la ciencia, la filosofía, el avance en todos los órdenes del saber humano, el Derecho, la Justicia, si al final aparecería algún cafre con información a pasárselo todo por el forro.
De qué había servido, se planteaba, haber educado en principios democráticos a sus hijos si la realidad y el deber ser se mostraban contradictorios. De qué servía tener la luz a raudales. Había descubierto que lo peor de la cultura era que siempre había alguien dispuesto a despreciarla, con razón o sin ella. Y era que aquel hombre con todo su saber, paciencia y bondad, no entendía que pudiera haber disidencia cuando a sus ojos la realidad se abría tan diáfana. Pues bien, el hombre no había blandido el arma cuando las circunstancias lo habían aconsejado. Entraba en la senectud con el sentimiento cada vez más asfixiante de ser un cobarde, de haber puesto tierra por medio cuando lo correcto hubiera sido no dejar un palmo libre de terreno. Con el tiempo había logrado la excelencia, el éxito profesional, el aprecio de una mujer y de sus amigos; pero llevaba abierta la llaga del abandono. La herida invisible pero indeleble que le hablaba de su propia cobardía.
Tres.
El hombre hubiera dado todo lo que había conseguido por salvar en el último instante su autoestima. Pero lo peor de todo era el reconcomo de la culpa, que le llevaba a desvariar sobre las propias motivaciones que le habían llevado a actuar como lo había hecho. Habría dado por válida una estancia entre rejas que le hubieran liberado de la atención dividida que se había llevado de aquel lugar durante su juventud junto con el equipaje de mano.
Cuatro.
Estaba a punto de reventar cuando leyó la noticia en la prensa. En realidad se trataba de una esquela. Una esquela en que se daba cuenta de la muerte de su enemigo; de quien le había puesto algo más que las peras al cuarto, hacía ya tantos años. Por fin pudo descansar. No era un cobarde. Lo suyo había sido una retirada estratégica.
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