QUIJOTESCO
Decidió ser un solitario como el Quijote de Cervantes, pero no tuvo la fortuna de tener un criado como Sancho Panza quien fuera su acompañante. Al final de nada hubiera servido porque él estaba decidido a emprender y terminar solo su aventura. Imaginó iba en busca de su amada, de aquella criatura a quien ni siquiera conocía, por lo tanto no hubo un nombre para idealizarla mejor. Porque los hombres como él no viven solo de verdades, también en lo general se alimentan de ilusiones. Por eso les da por inventar ficciones mediante las cuales se convierten en otro entre los demás sin dejar de ser los mismos.
A falta de cabalgadura, en un descontinuado Volkswagen se le ocurrió era la mejor forma para lograr su propósito. Estaba muy seguro de querer vivir en soledad hasta encontrar a quien sería la depositaria de ese amor surgido de su estado alterado de ánimo. No le importó que el concepto de soledad haya cambiado en el trascurso del tiempo siempre a la par de la evolución o involución de las sociedades. Porque cuando se habla de soledad no bastan las palabras, la soledad es mucho más que eso, es el lugar, es una situación, es un sentimiento.
Se aventuró decidido en los intrincados caminos convertidos en calles y avenidas. Algunas veces cantaba, porque cuando se sentía medianamente contento siempre tarareaba algo entre dientes, como cualquier hombre que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. Porque vivimos juntos en un grupo social, es verdad, y actuamos y reaccionamos los unos con los otros y sobre o sojuzgados por los otros, pero siempre, en todas las circunstancias, estamos solos. Los condenados a muerte entran a la sala de ejecución acompañados de un sequito, pero enfrentan el cadalso completamente en soledad. Y los amantes, abrazados, uno dentro de la otra, ambos tratan desesperadamente de fusionar sus aislados éxtasis en una sola autotrascendencia, pero es en vano. Por su misma naturaleza, cada espíritu con una encarnación está condenado a padecer y gozar en la soledad, pues aunque el coito es entre dos, el éxtasis, su culminación, es individual.
Por eso aquel hombre continuó su odisea completamente solo. A las pocas jornadas su medio de trasporte pasó a mejor vida —desvielado— dijo el mecánico con uno de esos tecnicismos surgidos en la convivencia humana de la cual estaba decidido vivir distante, porque los asuntos del alma y la mente son de uno en soledad. Continuó su periplo sin haber resuelto aquella interrogante lógica al respecto: ¿Por qué un concepto como el de soledad tan próximo al de vacío, ocupa un espacio tan importante en las conciencias de algunos hombres, como él, y dictar el destino de esos individuos?
Pero él no estaba para contestar preguntas con tintes filosóficos, porque la soledad tiene un halo de egoísmo y, al mismo tiempo de desesperanza. No le alcanzaba la imaginación para visualizar su vida sin el gozo de encontrarse solo. Le quedaba claro, su soledad era resultado privilegiado de una decisión propia, otro tipo de soledad sería un martirio.
Continúo la búsqueda de su amada caminando, siempre solo, con la presencia ocasional e indeseable de transeúntes quienes le regalaban una sonrisa tan fortuita como fingida, un empellón o el soberano desprecio. También usó el transporte colectivo donde disfrutó de esa especial soledad en medio de la gente. Siempre solo, en algún vagón del metro de la gran ciudad apretujado de seres anodinos durante las horas “pico”, sintió alguna mano amiga buscando algo en las bolsas traseras de su pantalón o posarse sudorosa en su hombro, no como un gesto de real amistad sino como un recurso de alguien para mantener el equilibrio o para satisfacer su desequilibrio mental.
En ese ir y venir sin rumbo fijo solo siguiendo el destello del faro de su soledad, ¡por fin!, en alguna esquina de una calle cuyo nombre no quiso recordar nunca… ¡la vio!, la mujer que sería para toda su vida, ella era como jamás la imaginó, pero al verla le nació la seguridad de ser ella la mujer de sus sueños, desvelos y fantasías, quizás por ser tan parecida a su madre muerta muchos años atrás.
El colmo de su felicidad fue cuando ella entre los primeros escarceos amorosos le dijo al oído: “Empiezo a amarte… porque eres único en el mundo”.
Escuchar aquello fue en su mente como una explosión-implosión, maná para su extraviado periplo, encrucijada de sus utopías, por fin alguien confirmaba lo que él siempre supo: ¡Era único en el mundo!, nadie, absolutamente nadie igual a él… ¿Podía haber una soledad más perfecta?
|