En el cajón izquierdo de mi escritorio habita un cementerio de bolígrafos.
Hace mucho tiempo ya que no he vuelto a arrojarlos allí. Ya no se usan, al menos yo no lo hago, me ganó la tecnología, el ordenador y el celular que no solo es teléfono, sino también agenda, máquina fotográfica, blog de notas y otras mil cosas que no entiendo ni uso.
Algunos bolígrafos (biromes para mi país), al igual que el caudal de un río han dejado fluir sus tintas decorando con rojos, azules, negros y verdes la madera del viejo cajón y también hay muchos otros que aun aprisionan sus tintas para sí.
No me he puesto a contarlos, puede haber docenas, centenas o millares, ya no recuerdo cuando arrojé el primero, por si alguna vez lo necesitaba.
Bien mirado, el cajón parece ser un debate entre los que tienen y no tienen, entre los que explotaron con intención mucho más elaborada que no puedo ni alcanzo a comprender y los que se quedaron quietos esperando, esperando, esperando no se qué cosas, que papeles, allí, en ese cementerio de bolígrafos.
Algunos aún conservan inscripciones, propagandas o sus marcas de fábrica, otros ya ni eso tienen, o si lo tienen lo han ocultado bajo polvo o tintas. Están desordenados, amontonados, entremezclados sin ningún orden, abigarrados por extraños factores desencadenantes. Tal vez el solo abrir y cerrar del cajón, con el tiempo, les fue dando ese inentendible orden desordenado.
Como sea que fuere la cosa, hoy, exactamente hoy, necesitaba un bolígrafo y lo único que tenía era esa necrópolis entintada, desordenada y polvorienta, cuando atiné a tomar uno, al azar, cualquiera, esperando que funcionara, sentí que estaba izando el cuerpo de alguien que había abandonado, de alguien que en su momento, me acompaño escribiendo, no sé, tal vez un número de teléfono, una dirección, una palabra o una simple carta en esos tiempos en que todavía el papel se usaba y los bolígrafos reinaban.
Protestando porque mis dedos se enchastraron con varios colores de esa pegajosa tinta miré por la ventana y allí abajo, nueve pisos por debajo de lo que mis ojos miraban, intrincados individuos deambulaban acomodándose unos a otros al azar en el cajón de una callejuela que los iba conteniendo sin dejarlos salir.
Estaban vestidos de rojos, azules, negros, verdes y muchos más colores. No sé si alguno había explotado ni si otros aprisionaban sus expectativas, pero desde allí arriba, bajos mis ojos, eran como un cementerio de bolígrafos. |