Esos dos mundos por nada del mundo debían juntarse, la diabla se devoraría a la poeta.
La languidez en el melancólico semblante de Helena era motivo de burla de la diabla, quién a través del placer carnal aliviaba todo dolor existencial.
Dos personalidades luchaban en el interior de Helena, como los guerreros en el Panteón del Olimpo. La diabla era una geisha, ofrendada por los dioses para satisfacer a los hombres, sacaba ventaja de sus atributos para enloquecer de lujuria y de amor a los mortales.
La diabla era el socorro y el respiro que necesitaba la poeta, quién había vivido a la sombra de las carencias que determinaron la fatalidad de la infancia. La trovadora de versos recurrió a la escritura para sanar su alma y darle un estamento a sus demonios, ¡Pero!, cuando ésta se hundía en las tinieblas de la incertidumbre, resurgía la diabla para arrastrarla por los subsuelos de la perdición.
Ella comprendía que ambos espectros no tenían que juntarse, pues la diabla echaría a perder lo mejor de si misma: La poeta. ¡Sería una catástrofe!, sabía que luchaba contra la diabla para no perder la cordura y no dejaría que ésta se adueñara del devenir de su conciencia. Ansiaba su redención en las palabras, ¡En la escritura!, la cuál se había impregnado con la misma crudeza que había forjado su destino.
- Nada por perder, la vida está echada al azar mi querida diabla. Ve a brillar, que seré tu poetisa, seré la repulsión que saboreas e iremos a cazar , del cielo, las estrellas. |