Refugiada en tu cuarto, esperas a que un hombre vuelva.
Mientras tanto, monologas con esos extraños habitantes
que olvidaron sus palabras en la intimidad de las sombras.
Los recuerdos, viajeros presurosos, imprevistos florecen.
Una secreta voz te susurra al oído, con picardía, un nombre
y un tropel de dolor te estruja, inesperado, el pecho. Es él.
Ese él, que no es el hombre que esperas que ahora vuelva.
¿Qué será de ese él que te viste de auroras los ojos
con el cielo de sus manos encendiéndote la estación de los sueños?
Ese él que te va desnudando la geografía mustia de tu timidez,
hasta hallar los caminos intrincados que brindan el asombro
de nuevas alegrías que te sumergen en un enjambre de recelos
que descubres entre el día y la noche de cada nueva vez.
Ese él que, sin bullicios, descubre las esquinas de tus faldas
y hábil trotamundos, desboca un nuevo idioma en tu cuerpo.
Oscuros puñales ahora se anidan allí, donde supo manar
un horizonte de lluvias que te obligan a balbucear su nombre.
Pulcro, el hombre que esperas que vuelva, ha regresado.
Encubres las lágrimas que han desencadenado tus misterios
y, gélida, te preparas para guarecerte del sexo a deshoras.
Es solamente rutina en esa casa grande donde alguien,
oculto en noches de insomnio, continúa agitándote el follaje
y te devora la vida con imaginadas y salvajes ternuras. |