La intención de escribir historias persiste; pero la intención no es suficiente. Realizarlas es lo que realmente cuenta.
Comencé a escribir desde los trece o catorce años, cuando cursaba la escuela secundaria. Imitaba y copiaba muchas cosas; jugaba a decir que era yo “un escritor de primera línea”, es decir, que sólo escribía la primera línea de un texto y nada más. Un chiste tan viejo, malo y trillado como el anterior, me servía también para soñar que tarde o temprano la Academia Sueca, me nombraría premio nobel de Literatura.
Con un bolígrafo de tinta negra, escribo ahora en una libreta pequeña con hojas de papel reciclado, adquirida hace ya algún tiempo en el callejón de los artistas, en la ciudad de Puebla de los Ángeles. Las hojas están sujetas a las pastas color morado, por un delgado lazo de ixtle que no permite darles vuelta con soltura, pero que a la libretita como objeto de arte manual, le dan una elegancia y una presencia muy grata. Las hojitas se resisten no solamente a darles vuelta, tozudas, necias, empecinadas, tampoco dejan llenarse de letras con facilidad. A lo mejor no les gusta o les parece mal que alguien que juega a escribir, las mancille, plasmando sobre ellas cualquier tontería. Quizá piensan que hay mejores manos, plumas e inteligencias, que pueden escribir mejores cosas sobre su superficie.
De repente me entra la duda de si las hojas piensan. ¿Podrán hacerlo? ¿Por eso a veces se ponen tan rebeldes con el que quiere escribir en ellas?... He sabido de hojas de papel que no permiten que aparezcan letras sobre ellas y borran o desaparecen lo que alguien haya escrito. Y no hablo de trucos en las hojas ni de magia, lo escrito simplemente desaparece sin importar la tinta que sea. No miento, esto es cierto, lo juro; aunque confieso que me encanta contar mentiras por puro placer.
Escribir todo esto no resulta serio, me mortifica un tanto; pero no quiero ser serio ni parecerlo. Me gusta más mentir; pero mentir bien, para que todos crean que digo la verdad.