¿Dónde están los que ayer sonreían? ¿Dónde fueron a parar? ¿Qué fue del sol de media tarde que nos alegraba el alma? ¿Y la luna, a que parajes de ha marchado?

Ahora todo parece más lúgubre. Veo cuerpos que salen de sus tumbas, fuegos fatuos que carbonizan la tierra, árboles que se marchitan, flores que mueren, animales famélicos.

Siento como una brisa demasiado fuerte me arranca los pocos cabellos que me restan, escucho el gemir de infantes, que no han de probar jamás el dulce licor que brota de los pechos de sus madres.

Siento la miseria humana, percibo tristeza, por demasiado tiempo se ha sufrido, se ha callado, sin embargo, nadie levanta la voz. Dicen: En medio de esta eterna negrura, desgarradora niebla ¿Qué podemos hacer? ¿Quién nos echara una mano? ¿Quién nos abrirá las puertas de su hogar y nos invitará a la mesa, para compartir el pan y el vino?

Nadie amigo, en estos días nadie se preocupa por el prójimo. Sus respuestas me dejan cabizbajos, sus miradas vacías, carentes del fulgor de antaño, me hacen perder la fe. El crujir de sus voces, sus cuchicheos desesperanzados, me nublan la razón.

Que amarga es la despedida cuando no hay nadie que te palmotee el hombro y te diga- Fue un gusto conocerte, amigo, hermano mío. No más abrazos o risas tras unas copas de vino.

El peor letargo es el del alma, el ocaso más terrible, el del espíritu, la llamada más amarga, la del fin.