Era una casa corriente, y no. Aunque cumplía sus funciones como cualquier casa de vecino, tenía ciertas peculiaridades. No en su exterior, pero en su doméstica profundidad albergaba espíritus inquietos, reñidos con el desempeño estático y rutinario al que estaban destinados. Aunque nadie parecía notarlo, hechos aparentemente triviales daban cuenta de su vocación de escape.
La cortina del baño tenía añoranzas de vela de barco y se inflamaba a la menor brisilla que se colaba por la ventana, como queriendo arrastrar la bañera rumbo a los mares donde vientos enardecidos impulsaban las naos hacia lo desconocido tensando las lonas hasta el límite.
En el pasillo, la alfombrilla al parecer había leído algunas páginas caídas del librero y aspiraba a remontar los cielos flotando, envuelta en el polvo dorado del desierto persa. Por eso, no importaba cuantas veces la volvieran a colocar en su sitio, siempre se la encontraban removida, deslizada, o echa un rollo en un rincón, como se sabe que se guardan las alfombras mágicas en los bazares de Damasco.
La cama del cuarto solía soñar en las madrugadas que, convertida en aeroplano, recorría las rutas de países remotos viendo pasar allá abajo las capitales y los campos, mientras las propelas del ventilador en la mesita de noche vibraban del esfuerzo.
Aún nadie parecía haber reparado en que los cisnes del cuadro del comedor, tan kistch que en vez de sauces llorones tenía cocoteros en el borde, de vez en cuando retocaban sus plumas y se desperezaban planeando acudir al llamado del norte. Quizás se proponían nadar en un lago con montañas reflejadas en el cielo y pinares nevados en la orilla.
Aquel sillón desvencijado de la sala no se conformaba con el triste vaivén de su suerte; aprovechando la menor oportunidad traqueteaba a su gusto con cascos de corcel que vence al céfiro, dejando atrás los bosques y las huertas para probar el sabor de la libertad.
Sucedíanse los días, aparentemente tranquilos, y la arrancada se postergaba, pero cada vez más se revelaba inevitable. Incluso la casa toda probó su signo peregrino el día en que, por unas lluvias que trajo algún ciclón de paso, se sumergió hasta el techo pretendiendo ser un submarino; empinando la antena de televisión simulaba tener un periscopio en busca del rumbo.
La estampida se produjo un día corriente, y no. El poeta cerró la puerta mientras parecía cumplir con sus funciones como cualquier hijo de vecino. En su exterior no se le notaba nada peculiar, pero en su íntima profundidad albergaba un espíritu inquieto, reñido con aquel destino rutinario. Se daba cuenta que, de hecho, el escape era su vocación y no lo trivial de las apariencias.
Mientras se alejaba de allí por última vez, en el sitio donde antes estaba la casa quedó un flamante solar yermo.
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