Con la boca arrasada por la salmuera de tu cuerpo,
ávidas, mis manos buscan la fuente de tu salinidad.
Comienzan a perderse en la intriga de tus cabellos,
se agitan enmarañándolos acopladas a tu silencio.
Tus ojos cerrados amortiguan los círculos de mi voz.
Mis palmas conocen su plegaria y la rezan en tu rostro,
de memoria recorren su contorno, tus labios y bajan,
cayendo suave, como hojas en otoño, a tu cuello.
Se dispersan en tus hombros encontrando un camino
en el calor que emana de las palpitaciones de tu carne.
Alborozadas sueñan con volver a rodear las cúspides
que resguardan tanta vida debajo de su dulce piel.
Ah! como se gratifican viendo prosperar sus cumbres,
jugando distraídas a lo largo y ancho de tus pechos,
imaginan fluyendo la sangre agitada por tus venas,
y recorriendo tu vientre van tras ella. Deja ya de detenerme.
Deseosos mis dedos se esparcen por tus flancos y cintura,
rodean tu ombligo hasta casi en la entrada del furtivo valle,
donde, precisos, han de continuar su empeño por hallar el nido.
El roce roba tu aliento y eleva los jardines hacia el aire,
no se hunden en lo ardiente que despliegan tus ambiciones,
quedan allí, en la entrada que esconde ese arrebato de marfil
que ha de desatar el premio que vertiginoso se aproxima.
Imitando la ronda del molino desata una corrida de oro,
desceñida y sin orden del seno fugitivo donde se esconde.
Desechada toda firmeza, clamas que usurpe el sacro recinto,
sin que efímero el tiempo su duración le niegue. |