Víctor está parado frente al espejo. Es sábado, y hace poco amaneció. Susana ya se fue a trabajar. Siempre fue igual, incluso antes de que Víctor deje de ir a la fábrica. Susana se despierta a las seis, hace el desayuno, saluda a Víctor y sale para tomar el tren y llegar antes de las ocho a la casa donde trabaja hace años como empleada doméstica. De lunes a lunes siempre fue igual. Nunca compartieron mañanas, salvo cuando Víctor estuvo internado y a Susana le dieron licencia en el trabajo.
Mientras Víctor sigue de pie en el baño siente el olor a las tostadas que Susana le dejó. Mastica el sabor amargo que le deja la mezcla de medicamentos al tomarlos en ayunas. Piensa que no va a desayunar. Piensa. Llegó al baño sin chocarse ningún mueble ni toparse con el marco de la puerta. A pesar de su fisonomía de hombre alto con una panza que inevitablemente toca el lavatorio, Víctor ha aprendido a manejarse dentro de su casa. Pasos cortos y seguros, los brazos extendidos como paragolpes para corregir el camino, algo de intuición y casi treinta años viviendo allí, permiten que Víctor se mueva viendo sólo las sombras de su casa.
Hoy llegó al baño sin siquiera abrir los ojos, sin la tiniebla de todas las mañanas. Se despertó en su penumbra y no quiso despegar las lagañas, no se frotó los ojos, siguió con los párpados apretados, aprisionando una esperanza. En su cabeza estaba la cuenta regresiva que hoy se cumplía. Bien recordaba Víctor la frase que había dicho el médico: “la operación fue muy difícil, el ojo estaba comprometido casi en su totalidad. En un mes vamos a ver los resultados definitivos cuando el ojo se desinflame, pero no quiero crear falsas expectativas, es muy difícil que puedas volver a ver”.
Después de las palabras lapidarias del médico, Víctor optó por aferrarse a esa pequeña esperanza, sabiendo que no soportaría dejar de ver a los 52 años. La esperanza venía acompañada por un miedo que lo paralizaba. Durante el tiempo que pasó desde la cirugía meditó mucho la decisión. Supo que nunca más volvería a la fábrica. Se hacía mala sangre pensando cómo iban a poder trabajar sin su supervisión esos pibes que no saben nada. Hacía tres meses que tenía licencia y se amargaba con los llamados de sus compañeros que le contaban cómo esos pibes que habían ido a la facultad no podían resolver nada solos. Pensó también en que no toleraría no poder ver cómo crecen sus cuatro nietos, no se banca la idea de que le cuenten qué grandes que están o qué linda está Mica para sus quince años. No soporta pensar que no podrá ver más las gambetas que Sebastián, su nieto más grande, dibuja cada sábado. Se pensó tirado en la cama, sin salir a la calle sólo para evitar tropezarse. Se imaginó a los demás teniéndole lástima. Pero sobre todo pensó en Susana, su compañera. Se imaginó siendo una carga para ella. Susana está grande, y sin los ingresos de Víctor tendrá que seguir trabajando muchos años más. No se permite que este presente de cuidados continuos se prolongue indefinidamente. Por eso, unos días después que el médico dio el diagnóstico lapidario, decidió conseguir el arma y esconderla en el galponcito del fondo.
Y ahí sigue Víctor parado frente al espejo. Piensa. No tiene el coraje de despegar los párpados y comprobar la realidad. Ayer fue igual que el resto de los días, igual que hace tres meses cuando todo se volvió más oscuro. Las mismas sombras, la misma neblina que se interpone entre él y su mundo. Pero hoy se cumple el mes y esa esperanza absurda está ahí. Un cambio mágico tiene que haber ocurrido en su retina mientras dormía.
Ya no sabe cuánto tiempo hace que está ahí parado, las manos le sudan y al corazón lo siente latir en la garganta. Está asustado. Intenta respirar hondo pero queda en el intento, el aire no pasa.
Mientras los recuerdos se siguen agolpando en su cabeza, se le aparece el glorioso Deportivo San Martín, su equipo. Y entre tanto miedo, se permite escapar evocando aquellas tardes memorables de sábado donde dieron tantas vueltas olímpicas. Recordó al mítico equipo de veteranos de su barrio con el que ganó cuatro campeonatos y llegó a siete finales en los últimos siete años. Este año por el problema de la vista decidió no jugar. Después del primer partido de pretemporada, cuatro malos cálculos y cuatro goles en contra fueron un costo demasiado alto para quien fuera la valla menos vencida los últimos dos torneos. Promediando Agosto, unos meses antes de la operación, ya sólo veía sombras, aunque reconocía algunos de los suyos por la forma de correr o las posiciones que ocupaban en la cancha. Después que Víctor abandonó el equipo, le tocó el turno al Turco que se rompió los cruzados y a Jorge que lo trasladaron del banco a otra sucursal. El equipo estaba diezmado sin sus mejores jugadores. La cosa venía para atrás, una primera ronda ganando con la camiseta y una clasificación a playoff por la ventana. Ese fue el último partido de Víctor. Como todos los sábados se había cambiado para poder estar en el banco de suplentes, ya que desde la tribunita de cemento de la cancha del Deportivo no veía nada. Fue un partido chato, como casi todos los que habían disputado en el año. Jugaban contra Luz y Fuerza de Varela, un equipo que nunca peleó por nada y que navegaba por los últimos puestos de la tabla. Pero por más que este año no había sido bueno, todos le jugaban distinto al tetracampeón de la Liga. Corrían los últimos minutos del segundo tiempo y con el empate en cero el Deportivo clasificaba a octavos de final por diferencia de gol. Mientras se jugaba el tiempo de descuento, luego de una distracción de la defensa del Deportivo que tiró el achique muy adelante, el puntero izquierdo de Luz y Fuerza, un delantero habilidoso, terminó en carrera contra el arquero y cuando le tiró la gambeta larga éste le manoteó el tobillo y lo desplomó por el piso. Penal y expulsión. En ese momento de confusión se armó un tumulto contra el árbitro para pedirle que no lo eche, que el dos cerraba, que no era último hombre. El juez revoleaba amarillas por el aire y también lo echó a Tito, el capitán del Deportivo.
Mientras se armó la bataola en el área, Víctor que intentaba descifrar qué era lo que pasaba, escucha que Pepo, el DT del Deportivo le dice que se calce los guantes, que entra a atajar el penal. Víctor que no comprendía muy bien qué había pasado, menos entendía ahora que Pepo lo mandara a la cancha. El DT, ajeno a lo que sucedía en el rectángulo de juego, le contó a Víctor al oído lo que estaba pasando, le dijo que camine despacio hacia el arco y que mientras todo se acomodaba, se pare en el medio de los tres palos. Víctor siempre se había caracterizado por ser un arquero ataja penales, y eso los rivales lo sabían. De las cuatro finales que el Deportivo había ganado, tres habían sido desde el punto del penal con soberbias actuaciones de Víctor.
Todo sucedió tan rápido que no pudo decirle que no, que estaba loco, que no veía nada, que cómo iba a entrar si ni siquiera tenía botines, que hacía un montón que no atajaba. Todas esas excusas se aglutinaron en la cabeza de Víctor y sin embargo no dijo nada. Con la ayuda de Beto, sin que los rivales lo noten, caminó hacia el arco. Mientras recorrían el tramo entre el banco de suplentes y el arco, Beto le comentó que el puntero izquierdo era quien tenía la pelota bajo el brazo, un petizo zurdo, habilidoso y de buena pegada. No lo quiso marear con más información, le dio una palmada en la espalda y le dijo que todo el equipo tenía fe en que lo iba a atajar.
Entre tanto, el tumulto había cesado y los jugadores del Deportivo se turnaban para protestar aisladamente y así darle tiempo a Víctor a acomodarse debajo de los tres palos. El árbitro, una vez que pudo librarse de los últimos dos que protestaban con sendas amarillas, avisó que se ejecutaba el penal y que el partido terminaba, que no había rebote. El puntero izquierdo mientras acomodaba balón en el punto del penal, miraba de reojo la figura imponente de Víctor que se erigía en el arco. La pelota descansaba sobre el césped verde ya que no estaba bien delimitado con cal el punto del penal. Ese contraste de colores favorecía a Víctor, aunque no percibía claramente los bordes netos del balón. Al delantero lo podía distinguir porque el árbitro había alejado a todos del área. Era una cuestión entre ellos dos. Cuando Víctor alzó los brazos y empezó a dar pequeños saltitos hacia un lado y hacia otro sobre la línea del arco, la cara del delantero mutó desde una tranquilidad sobradora a una seriedad pasmosa. Había tomado mucha carrera y sus brazos descansaban sobre la cintura. El árbitro pitó y Víctor se quedó de pie intentando no moverse. Cuando la sombra del delantero estuvo próxima a la pelota, Víctor se inclinó levemente sobre su lado izquierdo intuyendo que el zurdo iba a cruzarla y dejó las piernas en el centro del arco. Finalmente el delantero abrió el pie e impactó la pelota con cara interna, pero el remate salió al medio del arco. Mientras Víctor se derrumbaba hacia el otro lado, sintió que la pelota rebotaba en la punta de su zapatilla. Desesperado se levantó buscándola sin darse cuenta que sus compañeros corrían desesperados a abrazarlo. Se escuchó el pitazo del árbitro y luego la avalancha humana lo aplastó de felicidad. Esa misma tarde prometieron llegar a otra final nuevamente. Se juraron regalarle a Víctor el pentacampeonato. Tanta era la confianza que le hicieron prometer que el 9 de Diciembre estaría en el banco de suplentes acompañando al equipo en una nueva final.
Mientras los recuerdos de aquellas tarde se agolpaban de manera caótica en su cabeza, Víctor seguía inmutable frente al espejo del baño. El tic tac de las gotas que caían de la canilla que crónicamente tuvo el cuerito roto, competía con los latidos del corazón de Víctor que cada vez pulsaba más fuerte. Y fue allí cuando recordó la frase de Beto: “el 9 de Diciembre damos otra vuelta”. Se dio cuenta qué día era. Hoy, sábado 9 de Diciembre, se cumplía el plazo de un mes que el médico había puesto para ver los resultados de la operación y el Deportivo iba a jugar su octava final consecutiva.
Cada vez que volvía a pensar en el arma que tenía guardada en el galponcito y repasaba la secuencia que había pensado para este día, cada vez más fuerte apretaba los ojos. No quería abrirlos, no quería toparse con Víctor borroneado frente al espejo. Mientras tanto las imágenes seguían apareciendo detrás de los ojos cerrados, pensaba en las cartas que había dejado para Susana y sus hijos. Pensaba en un mundo sin él, en su universo que no iba a ser más el mismo. Se acordó otra vez de esa final que volvía en el momento más duro de su vida. La semana pasada Beto había pasado por su casa para hablar con él, ya que desde su último partido no había ido más a la cancha. No lo quiso recibir, se excusó con que estaba en la cama con dolor de cabeza. Después Susana le dijo que Beto fue para contarle que el equipo había decidido cambiar los históricos colores azulgranas por un verde flúor para que Víctor pueda ver el partido desde la tribunita del Deportivo.
El partido era a las diez, y los jugadores concentraban dos horas antes. Se imaginó que todos debían estar llegando a la cancha con los bolsos, el mate. Recordó el pizarrón de chapa con los imanes con el que Pepo mostraba cómo tenían que pararse tácticamente. Se le hizo presente el sonido de los tapones caminando por el vestuario y el olor a átomo con el que masajeaban los músculos entumecidos por los nervios. Sintió un cosquilleo en la panza parecido al que tenía antes de jugar los grandes partidos. Y sintió ganas, sintió ganas de estar, de compartir ese vestuario, de alentar a sus amigos del glorioso Deportivo.
Todavía en el baño, frente al espejo, los ojos se aflojaron, los dientes dejaron de apretarse, soltó los puños sudados y respiró hondo. Algunas lágrimas recorrieron la mejilla y se perdieron en el bigote de Víctor. Abrió los ojos suavemente, todavía con algo de temor, y se siguió viendo borroso frente al espejo como ayer. Ya no importaba, se dio cuenta que tenía ganas de vivir. Salió del baño y llamó por teléfono. Le avisó a Beto que lo levante por su casa. Siempre renegó que lo pasen a buscar. Susana siempre lo oía decir que si lo pasaban a buscar era porque no podía ir solo, y que para eso, prefería quedarse en su casa.
Se cambió lo más rápido que pudo, escondió las cartas y a la vuelta se prometió quemarlas. Le dejó una nota a Susana avisándole que se había ido al partido. Veinte minutos después Beto tocó la bocina del Duna. Víctor lo estaba esperando. Salió de la casa, caminó despacio con pasos cortos y se subió al auto de Beto. Era una mañana de verano con mucho sol, y eso le iba a permitir ver un poco mejor el partido.
|