Amanecía. Quise que fuera lunes que es el día de descanso, pero sabía que comenzaba una nueva jornada.
Lo sentía venir, calmado como siempre, y me alimentaba mientras preparaba los artilugios necesarios para salir a trabajar. No me hablaba, no cantaba ni silbaba alguna melodía. Cargaba las mercaderías y partíamos.
Llegábamos a la feria libre que bullía de vendedores que se gritaban unos a otros mientras armaban sus mesones, carpas, balanzas, acomodaban sus mercaderías, preparaban los letreros con los precios, etc. Me daba cuenta de que mi patrón se sentía algo avergonzado por llegar con un carretón de tiro animal mientras la mayoría se movilizaba en grandes camionetas. Asumía estoicamente las bromas y les contestaba que - ¡ya verán en un poco tiempo más- Y he aquí que me preguntaba si eso iba a significar que mis servicios ya no serían necesarios. Bueno…malo… no lo supe.
Por lo general los días eran bastante aburridos para mí. Durante años escuché los mismos gritos y bromas de los feriantes, las mismas frases intencionadas con las “caseritas” que muy coquetas les seguían el juego y conseguían lo que llaman una yapa. Era un buen escenario donde podía observar la conducta de los humanos. Entre ellos algunos personajes que vendían cigarrillos de contrabando, medicinas sin control y alguna bicicleta de esas que la gente les llama marca “robalito”. Y, por supuesto, debo mencionar a los “coleros”, hombres y mujeres que venden las cosas más increíbles: viejas herramientas, ropa usada, música y películas pirateadas, repuestos para vehículos, yerbas que todo lo curan, etc.
El hecho de ser el único tractor animal tenía sus ventajas. Los feriantes me conversaban y solían llevar exquisitos productos vegetales que yo consumía ante la mirada seria de mi dueño que no quería que engordara demasiado. Pero los dejaba hacer.
Terminada la jornada volvíamos a casa y él me liberaba de los arreos, como siempre, en silencio. A veces hubiese querido alguna palabra de agradecimiento por mi trabajo, que me hiciera una caricia. El único que lo hacía casi siempre era el hijo menor que jugaba con mi tusa y me montaba en una carrera de ensueño en que siempre ganaba grandes premios. Salvo eso, todo era una aburrida rutina en mi vida.
El lunes pasado noté cierta agitación. Se había reunido la familia y, de pronto, apareció él a bordo de una camioneta enorme, un tanto maltratada. No supe si alegrarme o preocuparme. De todas formas una angustia se apoderó de mi panza. ¿Qué vendría ahora?
Al día siguiente el hombre cargó orgulloso su vehículo sin mirarme. Incluso le escuché silbar y canturrear una vieja canción. Se marchó y, como nunca, sentí una enorme soledad. Duele saber que ya no eres útil. No se puede gozar el descanso.
Al medio día de hoy, apareció el hombre y se me quedó mirando durante unos largos minutos. Se acercó y, por primera vez, me acarició. Me dio mala espina
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