No rodó por sus mejillas
como se liberan todas de esa prisión.
No la activó un dolor físico irrelevante.
Intuí su nacimiento cuando el recuerdo
atoró su voz y contrajo su faz.
Intuí su nacimiento cuando cambió el brillo de sus ojos
y éstos huyeron de los míos.

Pero ésta no era una como esas
que emergen cantarinas, imprevistas;
que las activa el dolor de la carne
o el estallido de la risa;
que son jóvenes, ruidosas; como la voz de la lluvia,
como el ronroneo del río, como la rudeza de la ola...
Esta venía de lejos, venía de todo,
como naciendo del mismo centro del dolor.

Fue como un mal parto, doloroso,
pero sin el final del primer llanto.
Nació como lágrima y murió como lágrima.
Extraña lágrima eterna.
Así son las lágrimas de un anciano
que llora a un amigo ido;
así son las lágrimas
de un anciano que llora a su esposa enferma;
Así son las lágrimas de un hijo que llora a su padre.
Pero mucho más terrible que esas,
son las lágrimas de un padre
que llora a su hijo muerto,
porque éstas cuando nacen hieren los ojos
dejando surcos en la cara
y finalmente queman el aire
y nada crece donde caen.
Y son precedidas por un grito
horrible de pesadilla, antes, mucho antes,
cuando nada se sabe.