-Fabricio, ya eres un niño grande de 6 años y debes comenzar a dormir solo- le aclararon sus abuelos al niño de nuestra historia.
Fabricio era un infante de mirada alborotada, sus rizos dorados le otorgaban un aspecto de niño incauto y noble, ¡a pesar de tanta inocencia perdida! Se caracterizaba por poseer una inquietud interna y un precoz despertar en la conciencia.
Hacia un mes que había sido entregado a la tutela de sus abuelos maternos, sus progenitores lo habían abandonado. Ante la abrupta y violenta rotura de los vínculos emocionales se dejó llevar como un paquete de un sitio a otro; marginación que lo marcaría para el resto de su vida.
Sintió miedo y se aferró a una extraña tristeza que se le impregnó como una mancha de humedad en las paredes internas del corazón. Se entregó a la violencia como una manifestación de sus carencias, ¡oh, y a pesar de su corta edad! comenzó a dejarse llevar, atisbando en los conceptos abstractos de la conciencia. Es que el abandono es resurrección después del hambre y el polvo, el cielo es una utopía de libertad ante la prisión de nuestra carne; el amor es un acto de violencia y desamparo.
Tiempo antes de que la catástrofe llegara, Fabricio estaba habituado a dormir con sus dos hermanos, desprovistos de seguridad y a la intemperie como los retoños de una flor, Sebastiano de 4 años y Juan Bautista de 2 años. El niño diablo siempre logró desenvolverse y mostrarse como un refugio de amparo para sus hermanos, las circunstancias lo llevaron a forjar su valentía y su ingenio ante la supervivencia, en los primeros años de vida. ¡Oh, y cómo punzaba la memoria!
Hacia un mes que no había vuelto a ver a sus hermanos, y sin comprender la abstracción del sufrimiento sentía una inquieta desesperación y tristeza. Con sus 6 años de edad, él fue reparo para dos seres que dependían de su presencia y un día cercano, en las cronologías del tiempo interno, se los arrebataron de su vida, se rompió un vínculo que no debió romperse, se abrió la carne en donde ya había sido expuesta la herida. En esos dos seres residieron los orígenes de su génesis y ¡la infancia!, la concepción de amor y abandono, el desarraigo temprano y la caprichosa violencia, la indiferencia cruda con que se reveló ante la ingratitud del mundo y la destrucción sobre sí mismo.
- ¿Qué harían sus hermanos sin él?, ¿sentirían el mismo dolor del desprendimiento inducido? , ¿quién los defendería de la maldad del mundo?, ¿quién los protegería cuando los demonios de la ausencia se hicieran persistencia y las bases de sus miserias?, ¿quién, acaso habría alguien con un trozo de bondad que volviera a reencontrar a esos hermanos antes de que el tiempo profundizara tanto daño?
Cada noche, los interrogantes invadían los pensamientos del infante Fabricio, el pasado era como una yaga punzante de veneno, latía con fuerza en su interior y temía que todo ese caudal de oscuridad desbordara de manera fatal sobre lo poco que le quedaba sano. Al conciliar el sueño, su mente proyectaba imágenes deformadas, burdas y exageradas que lo espantaban maliciosamente y lo tumbaban contra la pared a la perversidad de los tormentos nocturnos.
¿Quién era Dios?, el primer año que entró a cursar en la primaria le hablaron de la misericordia de Dios. ¿Si era tan piadoso y noble, por qué no lo ayudó?, ¿por qué le quitó lo que más amó en esta vida? , ¿por qué lo dejó solo?
Él no respetaba a ese Dios que había sido compasivo con los demás niños pero con él NO, ¿tan mal niño había sido para no poder cuidar más de sus hermanos?, sus padres no le importaban, nunca se generó un vínculo estable y sólido entre ellos, no los extrañaba, los rechazaba por sus malas acciones. Para Fabricio, los adultos siempre representaron la maldad y el desprendimiento inducido, ¡pero no, sus hermano no!, él no confiaba en los adultos para que se hicieran cargo de ellos.
El destino estaba echado, la herida se abría rápidamente, las ausencias se hacían más fatales y monótonas, la dulce viscosidad del silencio y del dolor suplantaron el amor que fue despreciado.
El infante precoz fue amparo, fue base segura y un escudo de sus hermanos ante los golpes abusivos e injustificados de su madre (la bruta que los parió), ante el ensañamiento enfermo de vejar el pequeño cuerpo de esos tres inocentes, ante la súplica y el llanto desgarrado, ante la mezcla de sal y amargura en los labios, ante la marca del látigo, ante la pérdida de la inocencia y la llegada de la conciencia, ante un baño a oscuras y el frío del llanto en silencio. ¿Y Dios, dónde estaba?
Él encontró cierta semejanza con el niñito Jesús cuando le narraron la historia bíblica del Génesis, pensó que Dios era tan mal padre como los suyos por dejar abandonado a su hijo, ¡y para colmo!, sacrificarlo ante los padecimientos existenciales de una humanidad ingrata y latamente escasa de excelso potencial imaginativo.
El niño diablo, el apestoso guacho, el paria abandonado, el aborto frustrado; Fabricio, su nombre era Fabricio y no toda esa mugre externa que reprodujo una sociedad a través de la lástima y la marginación. Pues, Fabricio no deseaba la lástima de nadie, no se merecía la rabia de nadie, se había plantado en la vida solo y por mérito propio.
Era un guacho y lo sabía, estaba destinado a tal infortunio en su vida, pero ¿qué más daba? Le debía la vida a sus abuelos porque la bruta que lo concibió había pensado abortarlo pero no lo logró, igualmente le hizo pagar cada minuto de vida desde que al mundo llegó. Vivió a la sombra de su luz interna, aprendió a vivir con el peso de un alma cansada y añeja; amó como un acto de valentía, escribió y sobrevivió, con parte de su conciencia en las líneas de su prosa. Brilló hasta cuando pensó que se iba apagando, de sus hermanos recordó rasgos deformados, el vínculo se rompió y la vida arrasó con lo que quedó en el camino y su curso prosiguió; cruel escarmiento del olvido y propiciada redención.
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