LOS SIAMESES
La lluvia o los ecos de los truenos, bramaban sobre las paredes húmedas, crujiendo de placer, y recordándome a cada segundo con su luz, como si Dios le sacara una foto, que la belleza de su rostro, dormido, ajeno al ruido, no era otra cosa que la belleza de todo lo que me rodeaba, la síntesis del mundo.
Le agradecí a la naturaleza que me permitiera observarla, aunque sea con los flashes de los relámpagos, tratando de que ella no se despertara, y poder recorrer con mis ojos, los relieves de su cara y acariciarla como si ella ya fuera parte de mí y pensar en tantas cosas como luces se reflejaban en su cara.
Pensar y retribuirle a no sé quién, por enviármela como un regalo del cielo, acurrucada junto a mí, abrazados como si fuésemos uno mismo, ahora ya sin truenos, con el albor transparentándose en las ventanas de la casa, anunciándose que la magia de la noche daba paso a la magia del día, porque yo sabía que la magia había venido para quedarse junto a mí.
No quise despertar la, aunque la hora lo ameritaba, pero como yo le había prometido un ampuloso desayuno, decidí levantarme y sorprenderla, como retribución a lo que ella me sorprendía día a día con su exquisita seducción; a pesar de que hacía poco que la conocía , me parecía una eternidad.
Estábamos en su casa, debería arreglármelas solo, la cocina daba al jardín por donde entraba la luz, tendría que hacer todo sin hacer el menor sonido. Pretendí incorporarme sobre la cama, pero no pude lograrlo, mi cuerpo estaba pegado al de ella por el lado de la cadera. Me sonreí, el calor y la humedad nos habían unido, pero cuando lo ensayé otra vez fue inútil, nuestros cuerpos estaban como fusionados de verdad.
La abracé una vez más, sin entender qué nos estaba pasando, tendría que solucionar esto antes de que abriera los ojos. Traté de separar su cuerpo del mío tirando de mi lado, pero apoyándome en el de ella, recordando que una vez nos había ocurrido un hecho similar sin mayores consecuencias. Me causó dolor, mi piel se estiro como un chicle, tirando de la de ella, el amor causa dolor pensé, ella lo sintió y me preguntó si pasaba algo.
Finalmente ella decidió levantarse arrastrando mi cuerpo con el de ella, terminando luego juntos en el piso como dos amantes desaforados. De su boca surgió una enorme carcajada, que se amplificó junto a la mía al unísono, disipándose luego para terminar rendidas al silencio del amanecer. El chalet, si bien estaba dentro de la ciudad, mantenía, sin embargo, cierta independencia con el resto de las casas. Podría pedir ayuda si la necesitara, pensé, pero nadie nos escucharía.
Intenté levantarme una vez más, pero era imposible, decidí asirla de la cintura y tratar de pararme sosteniéndola a mi lado. Lo logré con un gran esfuerzo, tomándola de su talle, el que yo tanto deseaba; ella aún no se había percatado de lo que pasaba y sonreía despreocupada junto a mí como el primer día que la conocí. La guié por la pieza como si estuviéramos bailando un tango, hasta la puerta que daba al jardín. Las primeras luces del alba, tímidas y acalladas, nos recordaron nuestro paso por el vergel, cuando los despojos de una luna ya casi si luz, desertaba entre una orgia de nubes grises.
No fue sino recién en la cocina, que ella tomó conciencia de que algo extraño estaba sucediendo entre nosotros y no era solo la magia que nos envolvía desde que nos conocimos, cuando su sonrisa se instaló en mi cara para quedarse como si yo se la hubiera robado, sino que algo estaba pasando, que excedía nuestra comprensión.
Primero fue ella la que intentó apartarse de mí, pero nuestros cuerpos se resistían a ser separados, estaban pegados por la cintura y el fenómeno parecía que crecía con los minutos, porque la superficie de contacto aumentaba, como si la piel de ella se derritiese y se metiera dentro de la mía. ¿Exceso de amor pensé? ¿Miedo a perderlo? ¿Éramos consientes, o por el contrario, era un suceso inconsciente? Sea cual fuera la causa, nos sentíamos como paralizados de tanta ternura.
Dejamos el desayuno para otro momento, había cosas más importantes que resolver, y estas cosas estaban junto a mí. Como la superficie de contacto aumentaba con el tiempo, la posibilidad de mantenernos abrazados disminuía y nuestros brazos ya se mostraban rígidos y se unían por la parte del hombro. ¿Qué rara enfermedad nos había agarrado, que bicho nos pico mientras dormíamos? Es el amor, ese que llega pocas veces en la vida de una persona, pensé, tratando de desdramatizar la fantástica escena.
Permanecimos en silencio, uno junto al otro, como no podía ser de otra manera. Recordé, como un flash, todos los momentos que había pasado con ella desde que la conocí, aquella primera noche en el bar cuando me sorprendió con un beso y sentí que su piel y la mía eran una sola cosa, cuando sus ojos, de pronto, centellearon entre ángeles dormidos. Recordé también, que después de aquel beso, supe que no nos íbamos a separar más. Lo que nunca creí es que eso se haría tan real.
La primera en tratar de moverse fue ella, pero su esfuerzo fue en vano, ya que el peso de mi cuerpo se lo impidió y como no podíamos movilizarnos con facilidad, se me ocurrió que lo mejor sería que yo la eleve y la traslade hasta un viejo sillón que tenía en el living. Pero fue insostenible, porque no hallé a mi brazo, el que estaba pegado al de ella; ambos habían desparecido dentro de nuestros cuerpos, que ya empezaban a mostrar signos de querer fusionarse, uno dentro del otro.
Pero, ¿cómo revertir este asunto anormal, atroz, que se estaba desatando dentro de nosotros? ¿Dejar de amarla?, eso era imposible; ¿Pedir ayuda? Sería lo más lógico, pero como estaban dadas las cosas, el hecho ya no mostraba signos de retroceso. Ninguna persona nos podría ayudar, se asustarían de solo vernos y tratarían de separarnos, lo que indudablemente nos acarrearía una muerte segura; el proceso se desarrollaba en nuestro interior, el exceso de amor, el deseo era tan fuerte, que ya no dependía de nosotros.
- Creo que me voy a desmayar-, dijo su voz de niña, esa misma logró cautivarme cuando la conocí.
Camine unos pasos hasta lograr conseguir un vaso de agua. Ya no estábamos solos, los habitúes visitantes de la mañana, se regocijaban cantando entre las plantas y bañándose con la luz del sol. Logré que tomara unos sorbos de agua, se sintió levemente mejor, pero era evidente que este proceso la estaba transformando por dentro y le producía un malestar general, un cambio en su cuerpo que se iba modificando minuto a minuto.
-Sentémonos, me siento algo mareada-, dijo ella. Junté dos sillas y nos asentamos de frente hacia el jardín, usurpando con nuestra mirada, los vestigios de la noche que se fue. Ella estaba casi inconsciente y susurraba cosas ininteligibles, salvo alguna que otra palabra donde surgía mi nombre y los sucesos que nos habían acompañado desde que nos conocimos. Su memoria estaba intacta, o al menos eso manifestaban sus palabras.
Los dos lo sabíamos, sin que lo mencionáramos, bastaba que nos mirásemos para comprender que la causa de esto era el amor, que nuestro amor se nos había ido de las manos y de nuestros corazones y que ahora eran nuestros cuerpos los que hablaban por si mismos, con su propio lenguaje.
Su corazón latía a la par del mío, lo que no era una novedad en nuestra relación, pero lo triste fue comprobar que el de ella ya no palpitaba por su cuenta, sino que era el mío que bombeaba mi fluido y mantenía con vida el cuerpo de ella y mezclaba nuestra sangre como en un torbellino de pasión. Lo descubrí cuando vi que nuestras arterias comenzaban a fusionarse misteriosamente y sentí en sus brazos un latir acorde al mío. Lo aterrador era ver que el cuerpo de ella se iba incrustando en el mío sin solución de continuidad y a medida que esto acontecía, sentía que ella desaparecía dentro de mí.
La mañana avanzaba por el jardín, acorralando a las sombras mudas, penando sus últimos rastros sobre el triste terraplén. Una leve brisa, sin embargo, se filtraba por la ventana, acariciando las comisuras de la piel. Me sentía más liviano, y como ya no podía ver su rostro, tome su mano y observé su reflejo en la ventana y comprobé que ella era apenas una sombra junto a mí. De mi cabeza surgía como un nimbo que la rodeaba, como una aureola de luz blanquecina. Su cuerpo era una delgada pared que se continuaba con el mío. Supe que ella ya no estaba, su silencio amordazaba mis propios recuerdos.
Recorrí la casa, la que cobijó tantos años pero ahora estaba oscura y algo fría. Sentí su presencia en cada rincón, en cada objeto que se reflejaba en el claro de luna. La esperé varias noches, hasta esta en la que yo decidí volver. Bailé junto a ella, aunque el espejo no lo reflejaba, pero eso no fue un impedimento.
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