Se nubla la tarde. Grandes nubes grises oscurecen el cielo y amenazan lluvia. La habitación donde casi permanezco recluido, también se torna oscura; pero no quiero accionar el interruptor de luz, prefiero que la habitación esté así, sin iluminar, en penumbra; de esta forma la siento más íntima, acogedora, amigable, con sus crecientes sombras arropando mi cuerpo enfermo, brindándome protección. ¿De qué o de quién?... Eso no sé responderlo; sólo puedo asegurar que me siento protegido.
Es hora de bañarme. El baño diario me reanima, me fortalece; el agua tibia de la regadera cayendo sobre mi piel, me deja una sensación exquisita de descanso, de relajamiento, de pureza; como si con esa agua me estuviera lavando el cuerpo y el alma, borrando indecisiones y errores pasados, temores y preocupaciones presentes y futuras. Existe en ese momento, sólo el agua cayendo libremente sobre mí.
Trato de sobrellevar mi convalecencia de la mejor manera, sin aburrimiento ni desesperación. El tan trillado refrán de: “qué bonito es no hacer nada y después de no hacer nada, descansar”, podrá encerrar mucha sabiduría popular; pero un poco de actividad, caminatas ligeras, diversidad de pequeñas tareas, no me vendrían nada mal. Mientras tanto, espero una pronta recuperación.
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