Esta es la reposición de un viejo texto.
El hombre dijo:
Mi hijo se llamaba Juan. Digo se llamaba, porque a mi hijo Juan, yo lo maté... ¿Qué por qué lo maté?... Es que él era muy bueno y yo soy muy malo.
No puedo negar que quise a Juan; aunque luego lo haya odiado, como quise y odié a la mujer que lo parió. Es que tenía que odiarlos: no podía querer a un hijo idiota ni a la mujer que lo había engendrado. Como siempre, para ahogar ese odio insano que me poseía, no hubo nada mejor que el vino. El vino que libra de todas las penas, de todos los odios, de todos los sinsabores.
Me casé enamorado de Elisa. Cuando supe que iba a darme un hijo, me sentí el hombre más afortunado que podía existir. El milagro de un hijo estaba por alcanzarme. Luego que nació, se lo llevamos al señor cura para que lo bautizara. Me dije: “se llamará Juan, como su abuelo”. La fortuna me sonreía, así que forjé los más disparatados sueños y el mejor de los futuros para mi Juan. En adelante, trabajaría la tierra con más ardor. Elisa y Juan formaban mi mundo.
Pasaron los años...
Juan fue creciendo: alto, fuerte, como cualquier niño sano, según creí yo. Cuando llegó el momento de comprender que era un idiota, no pude menos que maldecir en contra de todo: de Dios que así me castigaba; de Elisa por no saber hacer un hijo como los de todos. Mis castillos se derrumbaban con un dolor vivo y profundo. El vino, los amigos, las mujeres, fueron el vano remedio para intentar olvidar el odio que ya me corroía el alma y que amenazaba estallar con violencia. Y estalló. Juan tenía doce años. Yo llevaba más de cinco alimentando mi odio. Odiaba a Juan. Odiaba a Elisa. Odiaba esa estúpida piltrafa inservible que tenía Juan por cerebro. No sé cómo había podido vivir tanto tiempo al lado de ellos...
Todo acabó hace dos noches cuando volví briago como siempre. Quizás ya estaba escrito que debía suceder como sucedió. Así descansaron ellos y por fin descanso yo. No me arrepiento de lo que hice, porque “mientras dura el arrepentimiento, dura la culpa”, y yo no creo ser culpable de nada. Ya dije que quizás todo debía suceder así: maté a Elisa. Tal vez viniera más bebido que de costumbre; sentí una rabia sorda cuando en un rincón de la habitación, la única, descubrí la figura sumisa y callada de Elisa que cosía pacientemente no sé que trapos. Nomás porque sí, porque se me antojó, porque me entró la rabia maldita, me acerqué y comencé a golpearla; sus gritos y quejidos se oían por todos lados y no me importaron sus “no lo hagas, si nos odias, déjanos en paz a mí hijo y a mí”. Muchas otras veces me lo había dicho; entonces dejaba de golpearla y me salía a rumiar mi odio asesino al frío y a la oscuridad de la noche; pero esta vez estaba yo como loco, me sentía poseído. El machete se hallaba colgado en el lugar de siempre. No me detuve al tomarlo: una, dos, tres, muchas veces lo descargué con furia y con todo mi rencor contenido de tantos años, sobre el cuerpo de Elisa. Cuando por fin me detuve espantado y sorprendido de lo que había hecho, ella yacía desecha a mis pies entre un reguero interminable de sangre. Mis manos, mis ropas, mi alma, estaban manchadas. El machete aún lo sostenía entre mis manos. Miré a Juan; él también me miraba. El cruce con su mirada me dejó desnudo, vulnerable. Tenía la sonrisa estúpida de siempre en los labios. Al entrar, no había reparado en él; pero ahí estaba, había estado todo el tiempo, viendo como mataba yo a su madre. Me dijo con su voz de idiota:
-¿Qué le has hecho a mi mamá?
-Nada, sólo estábamos jugando.
-¿Y por qué gritaba?... ¿Por qué siempre le pegas y a mí también?
¡Pobre idiota!
-Es que todo es un juego: el juego de los buenos y los malos. Tú mamá y tú, son los buenos. Yo soy el malo. Y los malos siempre hacen sufrir a los buenos.
Me detuve un momento mirando el amasijo asqueroso que era el cuerpo de Elisa y agregué:
- Y a veces los matan.
-¿Y los buenos no matan nunca a los malos?
Todo esto me estaba cansando.
- Sí, a veces- dije, olvidando al idiota y pensando en cómo iba a deshacerme del cadáver de Elisa. No quería parar en la cárcel.
No pasaron más que unos cuantos segundos. Envuelto en una cobija, cargué lo que quedaba del cadáver. Lo llevaría a...
-Papá, yo soy bueno y tú eres malo. Tú mataste a mi mamá. Yo tengo que matarte a ti.
En sus ojos de ido brillaban las lágrimas; sus mejillas estaban húmedas de llanto. En sus manos torpes, sostenía el machete con la sangre aún fresca de Elisa.
Se abalanzó sobre mí; pero era un niño. Le quité el arma. La misma rabia sorda de antes se apoderó de mí. No pude controlarme. A mi Juan, también lo maté. ¿Qué por qué lo maté?...porque él era muy bueno y yo soy muy malo.
Varios días anduve en la sierra; pero al fin me agarraron.
Ya me ve aquí; estoy en la cárcel de este rascuache pueblo de mierda. Orita es de noche; pero nomás que amanezca me van a apretar el pescuezo. No soy cobarde; bien merecido me lo tengo. Voy a jugar por última vez el juego de los buenos y los malos.”Los buenos matan a veces también”…Por eso me van a colgar...
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