Ángela, de jovencita, se devoraba las fotonovelas que atesoraba con sus hermanas en un gran baúl en su habitación, cuando vivían en la chacra. Ella era una de las mayores, se sentaban todas juntas en la cama y leían en voz alta los foto-romances, soñando con sus propios amores, presentes o futuros. Era una especie de enseñanza familiar, una suerte de rito de iniciación, de hermanas mayores a las menores, dictando cómo era el amor.
La historia de siempre, la muchacha que se ganaba el corazón del galancito, contra todas probabilidades, contra el mundo, contra todo. El imposible por su clase social, por familias enemistadas, por la guerra que los separaba, lo típico.
Esa muchacha ficticia que había tenido tanta suerte de ser la elegida, de que El Muchacho hubiera podido ver más allá y encontrar que ella era especial. “Como yo” pensarían las chicas. Lo que piensan todos.
El amor para siempre, que los guionistas dejaban de relatar cuando ya no era interesante, pero dejaba a las muchachas exhalando suspiros ensoñadores al cerrar las páginas, complaciéndose con lo felices que serían los personajes ahora, para siempre: Una vez resuelto el conflicto primario no pueden surgir otros.
Ahí mismo en esa chacra, Ángela conoció a Félix, que era amigo de unos que vivían cerca.
Él laburaba en YPF y era bueno arreglando cosas. Tenía la mejor sonrisa de todas, dicen que siempre sonreía y hacía chistes. Era amable, siempre dispuesto a ayudar con lo que sea, y como era carismático y buenmozo, los chicos lo adoraban y lo seguían para todos lados. Dicen que siempre andaba con un enjambre de pequeños infantes alrededor pidiendo que les cuente algún cuento gracioso. Las niñas secretamente lo amaban y se daban pifia entre ellas cuando alguna lograba el honor de ayudarlo a hacer alguna cosa, como pasarle las herramientas mientras él arreglaba algo o acompañarlo a traer leña ayudando con algún tronquito. Pero la que ganó su corazón fue Ángela.
Ignoro cómo fue la cosa, pero me gusta imaginarme largas caminatas por los campos, charlas y confesiones de amor, planes, manos que se rozaban, nervios, besos a escondidas de los padres.
Se casaron, y al parecer fueron felices. Ángela dejó el campo y ahora vivían en la ciudad, eso le gustaba. Un día, recientemente casados, peleaban por alguna razón que se ha perdido en el tiempo. Fue la primera vez que mi abuelo amagó con pegarle.
Ángela, mujer fuerte, de campo, de carácter bien puesto. Agarró el sifón de soda que estaba en la mesa (de esos de antes, los de vidrio grueso, de los pesados) y se lo partió en la cabeza. Sentadito quedó él, atontado y quizás mojado con soda. “Nunca más” se llama eso.
Digo que fue la primera, pero también fue la última vez que mi abuelo amagó con levantarle la mano a su esposa. Esa fue la máxima expresión de que ni se te ocurra intentar eso otra vez. Una buena lección de así es como van a ser las cosas, o mejor dicho, de cómo no van a ser. Dicen que fueron felices.
Esta breve anécdota es una de las pocas que tengo de ellos. A Félix no lo conocí porque murió cuando mi madre era una niña, y Ángela murió cuando yo era muy chica. Sin embargo conservo algunos recuerdos de ella conmigo, muy bellos todos y algo tristes también. Sólo la recuerdo enferma, con sus ungüentos con olor a mentol y sus dedos articulados en posiciones extrañas. Es al día de hoy que el mentol y el alcanfor huelen como mi abuela, no al revés.
No recuerdo su voz. Sí recuerdo todos sus medicamentos almacenados curiosamente en el interior de unas copas de bronce, trofeos de mi abuelo que era ciclista y competía. Él sólo tuvo juventud. Mi abuela también tuvo enfermedad.
Esta anécdota me presenta una nueva Ángela, desconocida para mí, una mujer joven y valiente, adelantada a su tiempo si se quiere. Me gusta imaginarla así.
Mi madre dice que comparto ciertas similitudes con mi abuela, respecto a otras cosas más banales. Pero quizás haya un poco más de ella en mí, espero que esa fortaleza corra por mis venas hoy, llevar un poco de ella conmigo durante la vida. Siempre tuve claro que golpear simplemente no es aceptable, es un pre-concepto que traigo sin pensarlo demasiado. No hay duda de eso, es un límite que de ningún modo se puede cruzar. He conocido algún que otro imbécil, y en cuantito la cosa se ha puesto rara, adentro mío una voz anuncia: “No, acá no es. Vayámonos”. Con más o menos drama, siempre me he ido a tiempo. Me gusta pensar que es el eco de esa acción, el aprendizaje ancestral que quedó en ambos, tanto en él como en ella. El saber de esa línea que no se cruza, el resabio de ella que quizás hoy vive en mí.
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