-Debes elegir.
-¿Ahora, mi Señor? ¿Por qué?
-Porque no es el orden natural de las cosas Demasiado tiempo has estado viviendo entre la luz y la oscuridad, ahora debes decidir.
-¿Cómo, mi Señor?
-No importa la manera, sólo el hecho.
-Decidme, mi señor, ¿cómo escoger entre el día y la noche? ¡Es una cruel elección la que me proponéis, mi Señor!
-No es crueldad, sólo orden.
-Mi Señor, ¿cómo pretende que escoja entre el templo de mármol rosa y oro, lleno de filigranas de cobre, donde mi corazón es caldeado y mis nervios sumergidos en caramelo; y el templo de obsidiana y plata, con su constelación de estrellas que inquieta mi alma haciéndome postrarme, tembloroso, presa de su voluntad? ¿Cómo, mi Señor, escoger entre ambas diosas, tan bellas que mi piel sufre una descarga eléctrica, un escalofrío al contemplarlas?
-Debes elegir.
-Mi Señor, ¿qué mortal puede escoger entre el amanecer y el atardecer cuando ambos son reflejados por el mar? ¿Qué criatura puede decidir cuál de dos rosas gemelas es más bella? ¿Quién?
-No es una cuestión de poder, es una cuestión de deber.
-¡No es justo que sea vos quien me pida esto! ¡Vos que sois todas las decisiones en una sola! ¡Vos sois el juez, no yo!
-La justicia no tiene nada que ver con esto. Elige.
-Mi Señor, dejadme, os lo imploro, dejadme no elegir. Dejadme ser la humilde frontera entre los dos caminos, por favor. Dejadme rozar apenas ambas estatuas, lo prefiero a abrazar a una y dejar que la otra escape.
-Eso no es lo correcto. Debes elegir.
-¿Quién me obliga a elegir?
-Yo.
-¿Y quién sois vos, mi Señor? ¿Acaso un cruel titiritero que gusta de hacerme sufrir manejando los hilos de alambre de espinos a su antojo? ¿Sois quizás el que coloca las fichas en el Gran Tablero? ¿Por qué arbitráis mi destino? ¿Quién sois?
-Yo soy tú. Elige.
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