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Se llamaba Eufemia, vivía con su esposo en un ranchito en la entrada de la Boquilla, habían invadido aquel lote en los setenta y nadie los molestaba porque eran creyentes, de buenas costumbres, un matrimonio humilde y honesto que siempre estaba dispuesto a ayudar a todos, en especial a los niños porque nunca pudieron concebir.
Eufemia vendía frutas en la plaza de Bolívar, era orgullosa de su trabajo y cada mañana madrugaba airosa, se ponía un vestido de mil colores, arreglaba su mercancía y organizaba las frutas en una palangana inoxidable que le había regalado el alcalde.
Le encantaba el olor del platanito pintón, de la piña recién cortada y de la patilla, aunque siempre se preguntó porqué Dios había creado una fruta tan deliciosa con tantas semillas incómodas.
Empezó a tener fiebre la noche del quince de enero y Ramón le preparaba una sopa para que sudara el mal, no tenían televisor y el hacía dos días que no escuchaban las noticias en el radiecito que tenían en la cocina porque olvidaron comprar baterías y Ramón estaba teniendo mala pesca.
Nada los pudo preparar para el desastre.
A nivel mundial y con desenfrenada expansión, una brutal infección que comenzaba en Inglaterra, había convertido gran parte de la población en muertos vivientes hambrientos de carne humana. El pueblo estaba desierto y desconociendo el toque de queda, Eufemia acomodó sus frutas a pesar de la fiebre porque ayudar a su marido era prioridad, no podía sentarse frente al fogón a echarse fresco y ver pasar a las otras palenqueras con sus palanganas llenas.
Las noticias mostraban los estragos de la enfermedad, tal como en las películas, pero no era Hollywood, no había un plan de contingencia, la gente no tenía acceso a rifles, a trajes de protección para riesgos biológicos, zonas de cuarentena, incluso, la mayoría de la gente de la ciudad no sabía manejar y por incredulidad o falta de información, no sabían lo que estaba pasando.
Cuando Eufemia se sentó en la plaza, con la fiebre en cuarenta, notó los románticos coches de Cartagena en desenfreno por las coloniales calles, no vio
al Sr. Juancho que vendía alegrías y dulces de leche en la esquina, tampoco a la Sra que vendía vicio frente a la estatua del Libertador, no la alteraron los gritos, ni la imagen del vendedor de raspados decapitando las palomas del parque con sus dientes, el virus había avanzado, y tenía hambre.
Frente a ella un lustrador de zapatos, infectado, llevaba en la mano el brazo de un boxeador con un tatuaje de la bandera colombiana y en la otra un trapo embadurnado con betún, no se inmutó, la fatídica idea de no vender la fruta era su única preocupación, pero el hambre le ganaba terreno y no pudo aguantar más.
Cuando el brote en El Corralito de Piedra, se controló en un cuarenta y cinco por ciento y se habilitaron programas de cuarentena y asilos para refugiados, las noticias mostraban indolentemente a una palenquera, sentada en una banca del parque con un jugoso pedazo de alimento en la boca para saciar su hambre incontrolable, a continuación un soldado se acercaba a ella con cautela y apuntándola a la cabeza titubeaba antes de disparar.
- Dispara soldado – le ordenaba un superior – no hay muertos vegetarianos.
Eufemia escupía la última semilla de la jugosa sandía con la mirada extraviada, mientras escuchaba el disparo.

Texto agregado el 13-06-2016, y leído por 111 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-06-2016 Concuerdo con Sofiama: "qué fuerte". Felicito tu narrativa. Un abrazo dulce. gsap
13-06-2016 Uffff… ¡Qué fuerte! Mucho. Bien contado. La metáfora de vender alegrías me gusto, aunque pienso que si será el nombre de un dulce, ¿lo es? Genial. Bien escrito. Full abrazo. SOFIAMA
13-06-2016 Me ha gustado elpinero
 
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