Jugar con las palabras es un deleite. A mí me gusta jugar con ellas; pero no tan profundamente, sino más bien con cierta timidez o a veces nomás por encimita; porque mi afán no es que se dobleguen ante mí, ni dominarlas por completo; más bien deseo conservar la condición lúdica, que ellas mantengan gran parte de su independencia y que en el transcurso del juego me sorprendan, me seduzcan con sus secretos ocultos.
La palabra “hacer” se me hace interesante para el juego; será porque implica acción, ponerse en movimiento para obtener algo, trabajar para alcanzar un objetivo, una meta. Hacer, también implica crear. Lo malo es que yo a veces no hago nada, ni poco ni mucho; entonces me quedo estático, alelado, y dejo que las cosas sucedan sin control, sin una voluntad que las guíe hacia algún lado, hacia un fin determinado.
Hacer. El que sabe hacer, hace. El que no sabe, no hace; así de simple. Muchas veces trato de hacer, pero no hago, y en ocasiones más bien deshago. Porque hacer, está bien, siempre que hagamos para hacer el bien y no el mal; si lo hiciéramos seríamos hechores del mal, malhechores o a lo mejor hasta mal hechos.
Cuando escribo se repite la mal hechura: hago como que hago, pero no hago. Más bien hago berrinche por no saber qué hacer o crear. Cuando todo está hecho, el hacer resulta inútil, si es que lo hecho está bien hecho; si no, habría que deshacerlo. Y tal vez hacerlo de nuevo. Es frustrante hacer, hacer y hacer, y no conseguir nada bien hecho. Sin embargo eso tiene sus ventajas, porque fracasar en lo hecho, significa que podemos intentar de nuevo hacer. Eso da por hecho una esperanza. En Mexicalpan de las garnachas, mi adorado país, existe desde hace muchos años un slogan hecho por algún publicista imbuido de fervor patriótico, que: “Lo hecho en México, está bien hecho”. Así reza la frasecita. Espero que eso, también me incluya a mí.
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