«Yo no veo fútbol por la tele, soy del equipo que gane. Lo único que me importa es jugar con mis amigos en la canchita de la esquina. Aparte no tengo tele», dijo Marcos, de siete años, con la remera repleta de agujeros que parecían sonreír y unos pantalones que chorreaban barro.
Ayer tierra y piedritas, goce, duchas de agua fría y barro; el club del barrio, el potrero, los amigos y un gol que nadie escucha. El banco de suplentes: el piso, la diversión y la justicia.
Hoy luces, gloria, papeles, multitudes y un estadio enmudecido ante cada llegada al arco, miles de argentinos inmóviles en cada jugada y un escenario que parece derrumbarse prendido fuego por la pasión desmedida.
Había llovido una semana en Esquel, pero los sueños seguían intactos. Era domingo y el equipo de Marcos se enfrentaba al de Matías, su mejor amigo.
Unos veinte chicos y madres tomaban mates mientras alentaban, riendo, a los dos. Ellos parecían estar divirtiéndose tanto que no se dieron cuenta del barro ni del sol, que secaba sus lágrimas.
Gol de Marcos; gambeteó a tres pibes y a lo Maradona definió tumbando el arco de maderitas al piso. Festejaron y gritaron todos. Los veinte que estaban en la canchita. Marcos se abrazó con su rival, pero sobre todo amigo, Matías.
Sin potreros no hay 10, sin compañerismo no hay equipo; sin alegría no hay victorias y sin amor genuino por jugar, no hay fútbol.
Terminó el partido y los dos festejaron como si hubiesen ganado juntos la Copa del Mundo y como si hubieran estado en el mismo equipo. Es que para ellos, ese lugar, era el estadio más grande . Y ningún barro los ensuciaba con tanta alegría.
El sol se escondió detrás de la montaña y sus sonrisas iluminaron el potrero.
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