Libia sintió esa mañana mariposas en el estómago, revoloteaban en círculos concéntricos y en desorden de cuando en vez, daban una sensación de un hambre eterna, jamás saciada y sintió miedo de no encontrar con qué calmarla.
De niña, había sentido cucarachas en el vientre cuando su padre partió de casa después de una terrible discusión con su odiosa madre, fue la última vez que lo vio, al menos en persona, porque la fotografía en el periódico dos días después anunciaba la muerte de un hombre a manos de un asaltante en el centro de la ciudad. Desde entonces no sólo se sintió llena de cucarachas, si no cubierta de ellas, recorrían su piel a diestra y siniestra, con un hormigueo de mierda que la hizo sentir insignificante, vana, torpe.
Al cumplir los quince, tres años después, despertó con la sensación de estar cubierta de moscas, su menstruación tardía y de olor nauseabundo la avergonzó en tal manera que quemó el delgado colchón de su pequeña cama para no volver a ver aquella mancha negra que lo traspasaba de lado a lado, las moscas volvían mes a mes, con ciclos irregulares, trayéndole el recuerdo de ser producto del pecado, del sexo, de la gula y de los deseos que se agolpaban en su pecho por tener un cuerpo desnudo frente a ella.
Libia recordó las hormigas, estaba llena de hormigas cuando miró a su madre en el ataúd, imaginaba que en vez de tierra, cubrían la tumba con miles de hormigas negras que devorarían desde la madera hasta la carne de su difunta madre, causándole dolores insoportables aún después de muerta, dichas hormigas la seguían a donde fuese, organizadas una tras de otra, subiéndole por los tobillos si acaso se detenía un instante. Le costaba dormir por el cosquilleo y durante el día, se ocupaba en mil tareas para no ser alcanzada por los implacables bichos.
Hacía ya un año, Miguel, un chico de la cuadra, la había invitado a salir, le robó un beso después de morder el helado que le había comprado como excusa y sintió la ponzoña de un ciempiés peludo y corpulento amenazándola, por lo que huyó despavorida y no cerró el ojo toda la noche, tampoco le importó que las hormigas le cubrieran la piel.
Pero esta vez era distinto, era la segunda vez que se miraban Ana y ella y las mariposas aleteaban con más fuerza, tanto, que los demás insectos que la seguían desde niña se asustaban con la brisa de esas alas y se refugiaban en cualquier rendija de la carretera, las hormigas cambiaban de dirección, el ciempiés se encogía hasta desaparecer, las moscas planeaban torpemente y las cucarachas se agrupaban para echarse a la fuga.
Fue cuando Libia lo comprendió, las mariposas en su vientre no eran suyas, eran las miradas de Ana que saltaban de sus ojos y que se acomodaban en el aire para entrar por los suyos, ella debía acercarse, extender su mano y saludarla, convocar a los grillos violinistas, a libélulas grandes y pequeñas.
A seis años de distancia de ese encuentro, abejas, alacranes y escorpiones, fue su primer encuentro con el olvido.
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