- Junta flores y hojas secas, bebe agua de un río, mira el cielo, oye a los pájaros y trae, a tu regreso, todo cuanto sientas y vivas.
Eso le aconsejó su amigo el día que Cristina le dijo que haría un viaje para tratar de salir de ese mundo que la atormentaba. Un mundo al que ella entró por voluntad propia y que le traería inquietud al alma, y zozobra a su paz. Esa paz cultivada con esmero durante toda la vida y perdida, poco a poco y sin medida, al obligar a su destino a internarse en el torbellino en el cual se convirtió su vida. Una vida que se redujo a nada porque ella nunca encajó en ese ambiente cuya filosofía era contraria a sus valores.
Cristina empacó unas pocas pertenencias y abordó el avión que la condujo a la ciudad donde estaba el rancho de una pareja amiga. Al llegar, consiguió una nota invitándola a disponer de la casa como quisiese porque los esposos estarían de viaje por un mes. Cristina, cansada del periplo, vacía de esperanzas y de gratos recuerdos, se recostó en un camastro, se quedó dormida y comenzó a soñar.
Cristina soñaba que volaba sobre una rana gigante; y a pesar de estar subida en un batracio, se sentía segura como cuando era niña y estaba protegida por sus padres cuyos brazos eran como cobijas gruesas tejidas con la mejor lana jamás esquilada. La rana hacía piruetas mientras Cristina retrataba con su corazón las imágenes que observaba desde lo alto. Divisó un estanque enorme donde había un cisne gigantesco y tornasolado. En el cisne viajaban sus seres queridos, tanto los que habían fallecidos como los vivos: su hermana mayor hacía burbujas de jabón que explotaban al contacto con el aire. La menor dormía metida en una funda de cuadros multicolores. Cristina sabía que su hermana soñaba porque podía escuchar sus sueños. Su madre leía un cuento mientras los hermanos varones prestaban atención. En el agua del estanque unas lamparitas chinas de papel de seda hacían fila y se dirigían al compás de una música gloriosa a una escalera refulgente. Cristina notó que al final de la escalera, allá muy arriba, estaba el cielo, y un niño muy pequeño a quien no reconoció, la invitaba a subir mientras le señalaba una hora que no pudo descifrar. Después de soñar con episodios importantes de su existencia, despertó y ya no estaba cansada.
Durante todo el mes en la estancia, Cristina hizo lo que su amigo le indicó: juntó muchas flores y hojas secas de estaciones pasadas y presentes; bebió agua de un río mientras contemplaba el reflejo de su alma marchita por la tristeza; miró el cielo y descifró misterios ocultos hasta ese momento para ella; oyó a los pájaros que le cantaban realidades que nunca quiso aceptar; y trajo consigo, a su regreso, todo cuanto sintió, vivió y soñó.
Cuando retornó al hogar, Cristina presentía su muerte porque creía en los sueños y conocía su significado. Sabía que la rana representaba, en el mundo de los planos superiores, la transición entre la vida y la muerte. También recordó las palabras de su abuela diciéndole que cuando se estaba cercano al último trance, se desandaba; y para ella, el sueño que tuvo en su paso por el rancho, fue un recorrido donde pudo revivir la felicidad perdida.
Hace un mes Cristina emprendió el viaje más pacifico e inimaginable concebido por la mente humana. Ella era mi hermana gemela y confesó, antes de morir, que había recobrado la paz en ese viaje donde juntó flores y hojas secas, bebió agua de un río, oyó a los pájaros y trajo consigo, a su regreso, todo cuanto sintió, vivió y soñó.
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