Desperté bajo un árbol de almendro, me costaba recordar cómo o cuándo había llegado allí, sin embargo tenía un mal presentimiento.
Mi ropa estaba cubierta sangre, que a mi juicio, no podía ser mía puesto que no me aquejaba ningún dolor en el tórax ni alguna herida visible, mis manos, no tenían sangre, sólo grasa oscura y viscosa.
Me levanté y me acerqué a un pequeño charco y al mirarme en el reflejo turbio pude ver mis ojos enrojecidos, por la falta de sueño tal vez o por haber llorado horas, continuas, pensé, todo seguía siendo un lejano recuerdo casi imperceptible.
No había nadie cerca y a lo lejos se esbozaba una antigua casa de madera, algo roída por el tiempo y la lluvia, no se veía nadie a través de sus ventanas ni tampoco se escuchaba un leve rumor en todo el lugar.
Caminé muy de prisa y encontré la puerta abierta, entré, nadie acudió a mi encuentro, había olvidado mi nombre y el de cualquier persona conocida y aunque mi boca quería llamar, no sabía cómo ni a quién,
-Alguien?-Fue lo único que se me ocurrió gritar.
Quise empezar hurgando en los cajones, la casa parecía desierta y los alrededores vacíos, pero una fotografía llamó mi atención antes de hacerlo.
Era una foto familiar, una mujer madura vestida de blanco, un Pastor Alemán en sus piernas y una pareja de niños parados junto a ella sin mirar a la cámara, cada uno con un saco beige tejido con agujeros cortados con precisión a la altura de los ojos, la nariz y la boca, a pesar de no poder ver sus rostros, pude sentir su semblante apesadumbrado.
Las fotografías de las habitaciones siguientes no fueron menos aterradoras, los niños de la primera foto, ya adolescentes seguían usando los sacos ya desgastados y sucios y la mujer seguía a un lado de la foto sonriendo mientras acariciaba al perro amablemente. Cuando entré a la cocina encontré en el suelo tres platos con comida de perro enmohecida y mal oliente, algunas sobras, agua potable en un enorme tanque, varias botellas de alcohol y tres cabuyas amarradas a un poste que estaba incrustado en un rincón de la habitación, junto a los platos.
En el último cuarto empecé a recordarlo todo con un dolor intenso en la cabeza parecido a un ruido insoportable.
Fui descendiendo al sótano mientras recordaba la tarde lluviosa, viajaba solo en carretera cuando escuché aquel gemido de dolor acompañado de un golpe seco, detuve mi camión temiendo lo peor y en la acera izquierda un perro agonizaba a causa del golpe, la placa en su cuello rezaba " AMADO REN " y sus ojos empezaban a perder el brillo. La culpa se apoderó de mí y envolviéndolo en un plástico empecé a seguir sus huellas hasta la cabaña detrás de los almendros. Al llegar, hallé colgados los sacos que cubrían el rostro de los jóvenes en un viejo perchero y una mujer hedionda y gorda remendando un tercer saco con dedicado esmero.
Al mirarme con el cadáver de Ren en los brazos, irrumpió en alaridos lastimeros y se abalanzó sobre mí golpeándome con un pedazo de madera en la cabeza hasta hacerme soltar el cuerpo del perro para tratar de protegerme el rostro; el ruido, llamó la atención de los jóvenes que amarrados a sus cabuyas y a collares oxidados dejaron ver sus caras deformes con orejas largas y dentadura amarilla sin incisivos.
Me olvidé de los golpes ante aquella escena macabra, los niños gritaban con un ladrido humano, un sonido indescriptible más parecido a un gruñido que me acompañará en cada pesadilla, lo único que quedaba era echar a correr, largarme de aquella casa de horrores sacada de alguna mente retorcida perdiendo el conocimiento bajo el almendro.
Al encender la luz en el último escalón del sótano, sentí un escalofrío ante el desenlace de aquella monstruosa familia, la mujer, hedionda, gorda y preñada - cosa que no había notado antes - yacía colgada del techo al igual que las otras dos criaturas, de sus collares, los jóvenes dejaban ver una larga lengua gris colgando por debajo de la barbilla y los ojos coagulados de espanto.
Debajo de ellos, la tumba recién cubierta con la placa dorada encima del fallecido padre y amante.
Amordazado por el horror subí de espaldas las escaleras de aquel sitio y sólo giré y empecé a correr cuando el vientre de aquella mujer empezó a moverse desenfrenadamente, como si el engendro siguiese vivo para continuar con aquella estirpe nefasta.
No hay kilómetros suficientes para alejarme de tantos horrores, lo único que puedo asegurar es que nunca tendré un perro por mascota.
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