Ella había entrado ya incalculables veces en la sala de blancos imborrables, acariciando los marcos, las imágenes y las esquinas con hambre de mirada, cuando descubrió la mancha en el rincón.
Una pequeña tilde de diferencia en la travesía de la costumbre. Y se le paralizó el paso delante de la mota. O debajo. O en el centro. Y gritó un susurro de interrogación.
Y, detenida en un mirador de blanco, observó durante horas un nuevo abismo de atracción. En el borrón intuyó un trazo, una intención, una explosión de significado. La efigie de azabache le llamaba. Era una fisura, un resquicio, acaso una puerta.
Y detrás, o arriba, o dentro, una letra, una imagen o una palabra. La palabra. Y ella, acallada, súbita, feliz, alargó un dedo, un brazo, un deseo. Hacia la mancha.
Él había entrado ya incalculables veces en la sala de blancos imborrables, puliendo los marcos, ignorando las imágenes y barriendo las esquinas con sombra de fatiga, cuando descubrió las manchas en el rincón. Dos.
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