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A Michael Ende,
por aquellas maravillosas noches sin dormir…




El joven lector despertó, de repente, y miró a su alrededor. No estaba en su cama. No tenía en las manos la novela que había estado leyendo. Se encontraba al fondo de una habitación larga y estrecha, con estantes abarrotados de libros, de todo tipo y tamaño, que llegaban hasta el techo. Hasta donde alcanzaba su vista, en el suelo, en unas pequeñas mesitas, libros, pequeños y grandes, mamotretos o libretas se apilaban como enormes columnas. A su derecha, ante una enorme pila de volúmenes encuadernados en cuero, tras una vasta mesa, había un hombre sentado, un hombre grueso, calvo y rechoncho con un traje negro arrugado, unas gafas pequeñas y doradas, y una pipa curva con la que, de vez en cuando, echaba anillos de humo.

El joven lector decidió no hacer ruido. No sabía cómo había llegado hasta allí. Estaba seguro de que no era sonámbulo, pero lo último que recordaba era estar leyendo un libro, en la cama. Escuchó con atención la conversación que mantenía el viejo con un niño pequeño y gordo, de unos diez u once años, empapado y con una cartera de colegial a la espalda.

– ¿Chiflado? ¿Por qué te llaman chiflado? -decía en aquel momento el hombre de la pipa.
– Porque a veces hablo solo.
– ¿De qué, por ejemplo? -volvió a preguntar el hombre viejo.
– Me imagino historias, invento nombres y palabras que no existen, y cosas así -respondió el niño gordo.
– ¿Y te lo cuentas a ti mismo? ¿Por qué?
– Bueno, porque no le interesa a nadie.

El hombre de las gafas pequeñas, tras permanecer pensativo un rato, dijo:
– ¿Qué dicen a eso tus padres?
El niño calló. Después, en voz baja, dijo:
– Mi padre no dice nada. Nunca dice nada. Le da todo igual.
– ¿Y tu madre?
– No tengo.
– ¿Están separados tus padres?
– No. Mi madre está muerta.

El joven lector abrió mucho los ojos. Se asustó cuando sonó el teléfono en una pequeña habitación que había en la parte de atrás de la tienda. Mientras el hombre se levantaba y entraba en la habitación, para atender la llamada, el joven lector se puso de pie y observó al niño, que miraba con atención el libro que había en lo alto de la mesa, un libro con las tapas de color cobre, brillantes. Lo hojeó un momento: La Historia Interminable era su nombre. De repente, el niño se metió el libro bajo el abrigo, y se dirigió hacia la puerta de la tienda. El joven lector salió tras él.

Juntos llegaron al colegio. Juntos lo atravesaron, y terminaron en el desván. Juntos acompañaron a Atreyu, el joven piel verde de Fantasia, hasta el abismo de Ygrámul y el oráculo de Uyulala y la Ciudad de los Espectros, donde estaba preso Gmork. Juntos llegaron hasta la Emperatriz Infantil, y juntos descubrieron que formaban parte de la historia. Lo demás, lo que pasó cuando gritaron “¡Hija de la Luna! ¡Voy!” y se apagaron todas las luces, está reservado solo a los que comparten la pasión de aquel niño pequeño y gordo, Bastián Baltasar Bux, y su joven lector. La pasión por los libros.



Basado en “La Historia Interminable”, de Michael Ende


Texto agregado el 03-06-2016, y leído por 72 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-06-2016 El libro, ese artículo que contiene historias, tantas como las que existen fuera de sus páginas. Me ha gustado. Gracias. elpinero
 
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