Era de noche, o un sueño. Entre ramas y enredaderas se mostraba la fachada de un hogar deshabitado, construido de bloques, cemento unido a cemento, concreto sobre concreto, grisáceas paredes fundidas a la profunda oscuridad que devoraba todo el paisaje. La puerta ya no estaba solo un oscuro rectángulo anunciaba el vacio del interior. Un bebé señaló el hogar, estaba entre los brazos del viajero que nunca entendió como llegaron a aquel pueblo deshabitado, sin historias, sin gente, solo vagos recuerdos. El viajero explicaba al crío quien vivió antaño entre esas frías paredes, el niño sonrió. Caminaron entre calles, entre cuadras, entre casas semejantes y llegaron a otra casa muy parecida a la primera, de su interior provenía luz y se oían voces, ecos, memorias. Nadie salió al llamado del hombre triste, el bebé sonreía maravillado de aquel mundo extraño, o más bien porque se sentía seguro en los brazos del viajero, que cruzaba olvidado o en un sueño aquel pueblo deshabitado. Este señalaba una casa, luego otra, contando historias, hablando maravillas de la gente que una vez estuvo ahí, se marcharon sin aviso, sin advertirle si volverían. Luego de tanto andar llegaron a la primera casa una vez más, y volvió el viajero a explicarle al niño, quien se dio cuenta de que el viajero estaba cansado, ido, triste, confundido, y que le sujetaba fuerte, con miedo a quedarse solo en ese pueblo olvidado. El cruel escenario del destino los condujo a ese cementerio de la memoria, a esa procesión fría y sin sentido. Fue la mirada tierna y la sonrisa calidad del infante de cabellos de remolinos dorados que le dieron a su alma el calor que este necesitaba, ambos salieron, de esa noche, de ese sueño. Algún llanto mudo, alguna alma rota rondaba aquella laguna oscura en el mundo de los sueños